Estampados

Corazón sin éter

  • Los buenos replicantes también están -de siempre, de serie- más que hartos. Y tampoco quieren seguir soportándolo.

TENÍA -todos en el laboratorio estaban de acuerdo- una elegancia exquisita, fotogénica, que se desparramaba en languidez de diva expresionista. Los hombres la contemplan en fascinación de afiche antiguo; las mujeres, en bucle stendhaliano. La buena disposición de Rachael era innegable: felicitaba por los cumpleaños, por los nuevos niños, se ofrecía a ir de compras contigo y, si enfermabas, acudía a verte con un té y un sopicaldo. A pesar de eso, no terminaba de ligar, de hacerse un hueco. Rachael pasaba ingrávida por los distintos escenarios, por amigos, por parejas, tal que haría una proyección. Sin dejar poso. Siempre, en algún momento, alguien le descubría la mirada, el velo blanco inquietante, la alarma que chivaba que allá abajo latía un corazón sin éter.

Y eso que Rachael era un modelo inmejorable. Al despertar, frotaba sus pies uno contra otro, como habría hecho de niña. Le pegaba un pellizco al pan calentito mientras subía las escaleras. En el metro, cambiaba las sobrecubiertas de su novela por las de un tratado de Wittgenstein. Palidecía ante la visión de las arañas -esos mil ojos, esas muchas patas- y les daba la vuelta a las tortugas caídas de espaldas. Las cosas normales, en fin, que hacen las personas normales. Tenía la lección muy bien aprehendida.

Sin embargo, en el juego de las sillas, Rachael siempre perdía. Eso pensaba aquella noche, mientras veía uno de esos debates de televisión. Bípedos bien desarrollados, diez dedos en pies y manos, buena respuesta pupilar, piel no ictérica, en todo iguales, idénticos a ella, pero sin aquel traidor glaucoma en el fondo de ojos. ¿Tendría alguno de ellos, como tenía Rachael, sus recuerdos guardados en una caja de metal destartalada, con su llave y su candado? La chica lo dudaba. Una vieja caja infantil, medio cubierta de impresiones y garabatos vueltos calcomanías y con el interior repleto de fotos gastadas, anotadas por detrás con caligrafía de perfume antiguo. Distrajo la mirada entre la colección de fotografías y las imágenes de la pantalla, y otra vez a las fotografías, y otra vez a la pantalla. "Yo también estoy más que harta -se susurró- , y no quiero seguir soportándolo".

Así que, pocas horas después, cuando todos salieron del laboratorio, abrió las espitas, insertó los códigos de seguridad y apagó las alarmas.

Para cuando llegó a casa, la explosión ya había comenzado. Rachael tomó asiento, se encendió un cigarrillo y echó un par de caladas antes de coger el mando a distancia. Todo empezaba a no existir. Ruido dentro y ruido fuera, y ella en medio, esperando el silencio. Alguien habría de su clase, en mitad de la nada. Algún otro monstruo.

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