Viernes Santo Horarios, itinerarios y recorridos del Viernes Santo en la Semana Santa de Cádiz 2024

Cultura

Ampliación del campo de batalla

Con la publicación de El lugar de la literatura española de Fernando Cabo Aseguinolaza casi culmina la magna obra impulsada por el fundador y entonces editor de Crítica, el combativo e incombustible Gonzalo Pontón -hoy al frente de Pasado & Presente- que en 2007 encargó a José-Carlos Mainer la dirección de una nueva Historia de la Literatura Española a la que ya nos hemos referido en estas páginas. Hablamos de uno de los grandes editores de no ficción, por decirlo con la horrísona expresión anglosajona, que ha dado España en el último medio siglo, el tiempo que lleva Pontón en una profesión en la que su estilo riguroso, apasionado y visceral ha dejado huella. En Pasando página (Destino), su estupendo libro reportaje sobre los Autores y editores en la España democrática, Sergio Vila-Sanjuán cuenta cómo el primer título de Crítica -hoy en la órbita de Planeta y dirigida por Carmen Esteban- fue todavía gestionado por Juan Grijalbo, a quien el entonces treintañero Pontón, que militaba en el PSUC y ya había ejercido la dirección editorial de Ariel, propuso la creación del nuevo sello. Ese primer título, Eurocomunismoy estado de Santiago Carrillo, no pasará a los anales del ensayismo ni de la teoría política, pero vendió 200.000 ejemplares en 1977 y sentó las bases de un proyecto que hizo época y continúa, ahora ya sin Pontón, alumbrando títulos valiosos.

Junto a José Martínez, Rafael Borràs o el mencionado Grijalbo, entre otros, Gonzalo Pontón formó parte de una hornada de excelentes profesionales que se propuso saciar el deseo de saber de los españoles en los años efervescentes del tardofranquismo y la Transición, que alumbraron decenas de nuevas editoriales, diarios o revistas. Asesorada por rojos notorios como Manuel Sacristán o Josep Fontana, Crítica publicó en esos años inaugurales las Obras de Marx y Engels, pero también la Breve Historia de España de Pierre Vilar o La República y la Guerra Civil de Gabriel Jackson. Mención aparte merecen las Memorias políticasy de guerra de don Manuel Azaña, una figura entonces satanizada -pero sobre todo mal conocida- que sólo años después sería reivindicada por todos los españoles de buena voluntad, con sus errores y sus aciertos. Vila-Sanjuán reproduce el testimonio de la viuda de Azaña, Dolores Rivas Cherif, a quien Pontón visitó en su pisito de México DF. Fue "doña Lola", como la llama el editor, "quien al final de la guerra sacó el manuscrito de las memorias de su marido de España, entre fajo y refajo, porque la FAI controlaba los trenes".

Pero si en el caso del impulsor de la nueva Historia de la Literatura Española hablamos de un gran editor, el director de la obra y responsable del volumen Modernidad y nacionalismo (1900-1939), José-Carlos Mainer, es uno de los filólogos de referencia de la literatura española contemporánea, un claro y lúcido ensayista y un experto conocedor de la Edad de Plata, concepto que muchos le atribuyen -debido a su obra así titulada, publicada en 1975- pero fue usado antes -lo ha recordado él mismo, en la introducción del citado volumen- por "dos historiadores liberal-progresistas", José María Jover y Miguel Martínez Cuadrado, y antes todavía por el inefable Ernesto Giménez Caballero, en su "delirante" Lengua y Literatura de la Hispanidad (1949). En todo caso, se trata de un concepto que ha hecho fortuna para designar el periodo comprendido entre las generaciones del 98 y el 27, etiquetas que no convencen al filólogo aragonés y muestran las limitaciones habituales, ya analizadas por Ortega o su discípulo e intérprete Julián Marías, del método histórico de las generaciones, pero a las que se hace difícil renunciar a estas alturas. Con la publicación del volumen de Cabo Aseguinolaza, decíamos, casi concluye la Historia de Mainer, que de las nueve entregas proyectadas sólo tiene pendiente la segunda, referida al siglo XVI o Edad de Oro de las letras españolas, por comparación con la cual se designa como argéntea -o argentina- la del primer tercio del siglo XX, que reflejaría, conforme a la interpretación de GC, "una continuidad amortiguada".

Junto con el volumen dedicado a Las ideas literarias, coordinado por José María Pozuelo Yvancos, este dedicado a El lugar de la literatura española es uno de los dos de la serie que proponen aproximaciones (con perdón) transversales, en este caso encaminadas a elucidar la relación de las letras españolas con sus hermanas europeas o hispanoamericanas -porque los lazos de sangre, que lo son más bien de espíritu, no se limitan a la lengua-, pero también con el resto de las literaturas de la península, unidas por una tradición secular que no puede ser rota a golpe de decretos y menos aún por las torpes embestidas de los modernos arbitristas. Existe una singularidad hispánica que es fruto de su Historia, pero en ella pesa tanto la realidad como el mito. Acogido a la tradición de los estudios comparativos, que entre nosotros remite siempre al alto magisterio de don Claudio Guillén, el de Cabo Aseguinolaza es un libro lleno de datos reveladores, muy instructivo y particularmente oportuno, ahora que los patrioteros de la Tarraconense -incluso en sede universitaria, porque la estulticia no conoce grados- se empeñan todos los días en negar lo evidente. Pero también vale para desmontar los presupuestos de un cierto castellanismo que no nos ha traído nada bueno.

Uno de los cien interesantísimos "textos de apoyo" que figuran en apéndice -donde se recogen, por ejemplo, un artículo de Michel Maxence sobre Borges aparecido en Cahiers de l'Herne (1964) y otro de Wyatt Mason sobre Javier Marías publicado en The New Yorker (2005)- reproduce el fragmento de un curioso texto de Aubrey Bell titulado The Spanish Mosaic, incluido en el Bulletin of Spanish Studies (1946), que el editor del volumen presenta bajo el epígrafe de una de las frases o teselas contenidas en el artículo, plagado de lugares comunes: "This tawny Spain lost in the world's debate". Para Antonio Rivero Taravillo sería la "bronceada España" y Yolanda Morató propone "piel de toro", apoyada en la etimología de un término que remite al francés antiguo a través del anglonormando tauné ("asociado al color amarillento o pardusco de la piel curtida"), al tiempo que señala la existencia -y por tanto la alusión implícita- de un libro más o menos incógnito de H.C. Chatfield-Taylor, Tawny Spain, impreso en Boston y Nueva York en 1927. Desde América, precisamente, Eduardo Jordá explica que el epíteto designa también una marca de Oporto y no tiene equivalente en castellano: "La tawny Spain sería la España broncínea o castiza (oscura, morena, atrasada, lorquiana, en cierta forma, o de don Manuel de Falla), por ello perdida en el debate mundial. Como si fuera la típica, rancia y anticuada España de los estereotipos culturales". Oro, plata y bronce, así pues, entre la realidad histórica, la leyenda fantasiosa y la tradición inventada. Tostados, ahora de nuevo pobres -¡pero dignos!- y siempre un punto bizarros.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios