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Coloquio en Santa Clara

'Abbey Road' no se acaba de cruzar nunca

  • La Casa de los Poetas reúne este jueves a Jesús Ordovás, Manuel Imán, Francisco Gallardo y Mario González Reina para celebrar los 50 años del testamento sonoro de los Beatles

George Harrison, Paul McCartney, Ringo Starr y John Lennon, en la celebérrima portada del disco 'Abbey Road', en una imagen tomada el 8 de agosto de 1969.

George Harrison, Paul McCartney, Ringo Starr y John Lennon, en la celebérrima portada del disco 'Abbey Road', en una imagen tomada el 8 de agosto de 1969. / D. S.

Si hablamos de los Beatles, cuya discografía es una galaxia en sí misma dentro de la historia de la música de la segunda mitad del siglo XX, cada cual tendrá su obra favorita, y seguro que asistido por buenas razones. Se puede debatir acerca de qué disco tiene mayor audacia y solidez compositiva (¿Revolver?, pues tal vez, pensamos en este rincón; ¿Rubber Soul?, podría proponer alguien muy fundadamente); cuál una mayor ambición de conjunto, un planteamiento totalizador y a ratos felizmente excéntrico, casi propio de un laboratorio de ideas (¿el Álbum blanco?: seguramente); o en qué trabajo se produjo el punto de inflexión más profundo y significativo de su imponente carrera (y en este caso parece fuera de toda duda que tocaría hablar de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band). Cada aficionado, en fin, tendrá su disco por excelencia de los fab four. Pero si llevamos la discusión al terreno del impacto simbólico y sentimental (y en lo que atañe a la música pop este terreno es fundamental), parece difícil que allá en la cima no veamos a John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr cruzando para siempre el paso de peatones de Abbey Road.

El disco, de cuya publicación en el 69 se cumplirán 50 años el próximo septiembre, fue a la postre –según las crónicas y testimonios de la época, era algo no anunciado por nadie, pero que aun así flotaba en el ambiente– el último documento sonoro, la última expresión de esa formidable inteligencia colectiva que fue el grupo de Liverpool. Por razones puramente comerciales Let it be se publicó más tarde, en mayo de 1970, pero había sido grabado de hecho meses antes que Abbey Road, un disco que a punto estuvo de no existir. Muchos temieron que el grupo no fuera capaz de sobreponerse a las tremendas tensiones que, contenidas a duras penas durante mucho tiempo, estallaron violentamente durante las conocidas como Get Back Sessions, que finalmente verían la luz renombradas como Let it be.

El productor George Martin, harto de las querellas de egos y vanidades entre Lennon y McCartney por un lado y de éste con Harrison por otro (Ringo, como siempre, suspiraba de desesperación en un segundo plano, en medio de todos), consideró que su ciclo con los Beatles se había acabado. Pasadas aquellas convulsiones, McCartney, que para entonces era el beatle más centrado en la continuidad de la banda, consiguió convencer al productor para que volviera a meterse con los chicos en el estudio para grabar algo "como en los viejos tiempos", reservándose, eso sí, la última palabra en las decisiones artísticas, también como en the good old times. Y en contra de aquella inercia turbulenta a la que, de hecho, no sobrevivió el grupo, el resultado que salió de aquel empeño postrero fue espectacular.

Hay quien le afea al disco cierto aire de dispersión, una menor solidez conceptual que algunos de sus trabajos anteriores. Pero siendo esto seguramente cierto, y al margen de las preferencias personales de cada cual, el álbum es una joya, un hasta aquí llegamos antológico, hasta el punto de que si uno lo escucha de nuevo –y es inagotable: qué manera de resistir el paso del tiempo– y se abstrae de las circunstancias que lo rodearon, cuesta imaginar que ese radiante conjunto de canciones fueran escritas e interpretadas por un grupo en descomposición.

No sólo contiene algunas de las piezas indispensables del repertorio beatle, como Come together, de Lennon; sino que además Harrison firmó para la ocasión dos de sus más hermosas composiciones para el grupo (Something y Here comes the sun) e incluso Ringo, eterno tapado adorable, dejó su sello en esa irresistible oda tontorrona a la vida en calma que es Octopus's Garden; por no hablar –last but not least– de uno de los mayores hallazgos del álbum, ese maravilloso medley que ocupa toda la cara B, en la que lleva el peso McCartney.

Y luego está, para redondear el asunto, la portada, claro. Esa imagen absolutamente icónica, imitada o citada de un modo u otro hasta la saciedad y que creó casi instantáneamente un lugar de peregrinación en ese paso de peatones que atraviesa la calle Abbey Road hasta Grove End Road, en el norte del centro de Londres, al lado de los estudios del mismo nombre (Abbey Road) propiedad del sello EMI. O las leyendas asociadas a esa imagen, a la cabeza de todas la que sostiene (apoyándose en una lista disparatadamente minuciosa de hipotéticas pistas) que el McCartney que aparece en ella era, en realidad, un McCartney falsario, pues el verdadero estaba ya muerto según estos fervorosos y descabellados apóstoles de la conspiración sin fin. 

El caso es que el pop no se entendería, o sería otra cosa, infinitamente más pobre, sin esta capacidad de generar su propia mitología. Para hablar de todas estas cuestiones, del significado del álbum en el conjunto de la obra del grupo, y de su impacto en varias generaciones de aficionados, músicos y artistas de múltiples disciplinas, la Casa de los Poetas reúne este jueves, en un coloquio en Santa Clara (19:30, entrada libre hasta completar aforo), a Jesús Ordovás, histórico del periodismo musical español y testigo en primera línea de la efervescencia de aquel Londres de los 60; el músico Manuel Imán, clásico viviente del rock de esta ciudad; el escritor Francisco Gallardo, autor de una novela tan emblemática en este aspecto como El rock de la calle Feria, donde recreaba la alegre y melenuda Sevilla de los ambientes rockeros de aquella época; y el poeta, editor y diseñador gráfico Mario González Reina. La despedida –en lo más alto– del grupo más grande de la historia del pop y el final, de algún modo, de una década cuyo sonido fue definido por estos cuatro músicos: tela que cortar no va a faltar.

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