Un empresario único

El empresario de las dos caídas

"No soy ningún loco y le aseguro que no es nada agradable hacer el papel de payaso", me confesó una vez José María Ruiz-Mateos en el apogeo de su estrategia de hacerse visible rompiendo la baraja de los buenos modos. Su atuendo de Superman, su 'que te pego leche' a Miguel Boyer, su capote, sus tantos disfraces… Guardaba su colección de disfraces en una habitación del que fue su chalé de Somosaguas, en Madrid, que tenía una decoración anticuada, tirando a espartana, sin alardes de lujo, con muchas fotos de hijos y nietos y un jardín descuidado. Una gran cruz de madera presidía su dormitorio ante la que rezaba cada noche. En una vida exagerada como la del empresario español más singular de la segunda mitad del siglo pasado, el hombre más rico de España en 1978, marqués vía adquisición de título en San Marino en 1976, es difícil discernir cuál era la verdadera personalidad que se escondía detrás de su impetuosidad juvenil, sus agresivas políticas comerciales, su exacerbada religiosidad -benefactor de la hermandad de Las Tres Caídas y devoto de la Virgen del Perpetuo Socorro-, su obsesión por la puntualidad, su cerebro cibernético, su cumbre y su hundimiento, dos veces hundido.

Él se consideraba tímido y un hombre de honor, pero acabó tomando cariño al estrafalorio personaje que él mismo creó, incluso disfrutando de la celebridad, metiéndose en la jaula de Ángel Cristo para domar leones. Sin duda, fue ambicioso, compulsivo en el trabajo, y también generoso. Sus propinas eran celebradas por taxistas y camareros y tenía tiesos como una vela a sus ejecutivos, que le temían y admiraban. De muchos empleados conocía sus problemas personales, pagaba estudios de los hijos, conocía dolencias de las mujeres. En el Gran Jefe había tantas personalidades como en el Ruiz-Mateos caído.

Tenía en alta estima las lealtades y sufrió traiciones de todo tipo. La más dolorosa, según él, la de sus correligionarios del Opus Dei, Obra en la que entró con inquebrantable firmeza y de la que se salió sin abjurar de las ideas recogidas en su libro de cabecera, el Camino de Escrivá de Balaguer. "Diferencio siempre entre el Opus de Monseñor Escrivá, al que sigo amando y venerando con todas mis fuerzas, y estos señores". Estos señores eran básicamente el presidente del Banco Popular y el de la Asociación de la Banca Privada en los años de la expropiación, Luis Valls y Rafael Termes.

Sus códigos eran de otro tiempo y le resultaba inexplicable la nueva era, del mismo modo que a la clase bodeguera tradicional de los años 60 les resultaban intimidantes los modos de ese joven hijo del almacenista roteño que se había colado en el exclusivo club de las esencias de Jerez. Y llegó más lejos. Su imperio crecía y él lo contemplaba desde lo más alto de dos torres de la plaza de Colón de Madrid. Torres de Jerez las llamó. Estaba en la cúspide y desde allí cayó. Nunca se aprende a caer. Él lo hizo a su modo y sorprendió a todos, tras la huida, tras su paso por la cárcel, su forma de revolverse contra la advesidad para volver a crecer. Y volver a caer. Pero los años y el párkinson despojaron esta segunda caída de toda épica.

En su última etapa cargó con la vergüenza de haber dejado en la estacada a los que habían confiado en él adquiriendo unas emisione que acabarían dando la puntilla al crédito de la abeja resucitada. "Si no devolvemos hasta el último euro a nuestros inversores (...), me pegaría un tiro en la cabeza, si es que la fe que profeso me lo permitiera", llegó a decir en una conferencia de prensa en un hotel de Madrid cuando la ruina era un hecho. Por segunda vez era abatido. La primera vez, con la expropiación del holding, había sido la cabeza de turco del símbolo de un nuevo tiempo político que crearía una clase de arribistas y especuladores que convertían a Ruiz-Mateos en un inocente aprendiz de la prestidigitación de los ceros. La segunda vez que fue abatido lo hizo víctima de sus propios errores, de los malos consejos y de su negativa a aceptar que su tiempo había pasado. Y la segunda vez fue mucho peor que la primera porque la expropiación no acabó con la reputación del empresario entre sus fieles, que eran muchos -llegó a ser elegido eurodiputado- y que siempre pensaron que el creador de la gran colmena -pocas veces una metáfora empresarial ha estado tan bien expresada- había sufrido una injusticia urdida en una compleja conspiración . Y algo de eso, poco, hubo de cierto. Porque también estaba la maraña de sociedades interpuestas, los paraísos fiscales, las deudas con la Seguridad Social y Hacienda... La segunda vez sus fieles le dieron la espalda. Los que perdieron su dinero sintieron que los Ruiz-Mateos les habían estafado aprovechándose de su confianza, de la lealtad que había sido el emblema de la corporación. Sin embargo, en uno de sus últimos arrebatos, Ruiz-Mateos marcó el teléfono del hombre que sus hijos habían llamado para salvar los muebles de lo que quedaba de Nueva Rumasa, un ex fontanero valenciano especializado en atemperar quiebras, un auténtico producto de la crisis llamado Ángel de Cabo. Ruiz-Mateos sacó todo el genio, volvió a ser el que fue, le gritó que les estaba limpiando y que no entendía su negocio. No podía entenderlas. El hombre que siempre había llevado por bandera los empleos creados, su paralela obra social omnipresente en Jerez, para muchos lastrada por una filosofía paternal más propia de la postguerra, el hombre que compraba empresas en crisis para sumarlas a su colección y producir, se encontraba con que producir era secundario.

Como todo empresario, Ruiz-Mateos era un vendedor. Podía sacar maneras zalameras o ser un duro. Durante un tiempo se consideró infalible y cuando todo se desmoronó un 23 de febrero de 1983 diseñó una estrategia empresarial, una estrategia de venta: tenía que vender su inocencia. Unos compraron y otros no, pero lo cierto es que salió absuelto en 1997 de lo que se suponía que era el gran juicio de Rumasa, aunque nunca recuperó su imperio. Tuvo que volverlo a comprar.

Obsesionado por su trabajo y por su numerosísima familia, con 13 hijos y 58 nietos de los que sabía cada uno de sus nombres, era hombre de fe inquebrantable. Fe en sí mismo, en Dios, quizá fe en haber sido un elegido. Pero hay montañas que no mueve la fe. Más allá de todo eso, de lo que fuera o pensara, Ruiz-Mateos fue un hombre hiperbólico para entender un tiempo. Su tiempo.

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