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Cultura

Un operista para el pueblo

  • El próximo jueves se cumplen los 200 años del nacimiento de Giuseppe Verdi, figura sobre la que pivota toda la ópera italiana de los dos últimos siglos

Giuseppe Verdi es, dos siglos después de su nacimiento y pasado algo más de uno desde su muerte, el operista más popular del mundo. Y esto no es opinión, sino pura información. Una conocida web (operabase.com) mantiene desde hace tiempo rigurosas estadísticas con las representaciones líricas en todo el mundo, clasificación que invariablemente encabeza el autor de La traviata. Terminada la temporada 2012-13 su reinado resultaba incontestable, pues para el intervalo analizado (2009-13) se documentan 2.586 representaciones de sus 28 óperas, frente a las 1.893 funciones con obras de Puccini, segundo en la tabla, las 1.883 de Mozart (3º) y las 1.068 de Wagner (4º). La clave del éxito tal vez quepa buscarla en lo que el propio Verdi escribía en una carta de 1869: "Casi no hay música en mi casa. Nunca he concurrido a una biblioteca de música, ni a la casa de un editor para examinar una pieza. Me mantengo al tanto de algunas de las mejores obras contemporáneas, no porque las estudie, sino porque ocasionalmente las escucho en el teatro. Repito, por consiguiente, que soy el menos erudito de los compositores anteriores y actuales".

Un compositor que nunca aspiró a ser un autor culto, que siempre tuvo presente al espectador ("El público lo soporta todo, menos el hastío"), que no quiso más protagonismo social que el que le proporcionara su obra artística ("Jamás escribiré unas Memorias"), vinculado estrechamente a un medio, el del teatro musical italiano del XIX, y movido por un instinto que le hizo ensanchar el melodrama belcantista que conoce en el primer tercio de la centuria hasta el drama musical pleno, un aspecto en el que conecta con Wagner, aunque cada uno llegara a él por caminos diferentes y con recursos también distintos.

Verdi nació en Le Roncole, una pequeña localidad a 8 kilómetros de Busetto de Parma, el 10 de octubre de 1813, hijo de un posadero que animó la carrera musical del hijo, comprándole primero una espineta usada y mandándolo luego a Busetto, donde el industrial Antonio Barezzi lo tomó bajo su protección y le financió sus estudios en Milán. El joven fue rechazado en el Conservatorio, pero en la capital lombarda estudió por libre y entró en contacto directo con la ópera. Volvió a Busetto en 1835 y se casó al año siguiente con Margherita Barezzi, hija de su protector. La desgracia se cebó con la familia, pues los dos hijos de la pareja murieron en 1838 y 1839 con poco más de un año de vida, y después la propia Margherita sucumbió a una encefalitis aguda en junio de 1840. Verdi, que había conseguido una buena acogida en la Scala milanesa en 1839 con Oberto, su primera ópera, vio cómo la segunda, la comedia Un giorno di regno, fracasaba rotundamente, no pasando de la función del estreno. Destrozado emocional y profesionalmente, el compositor planeó dejar la composición, pero en su camino se cruzó la propuesta de escribir una obra sobre Nabucodonosor y todo cambió. Nabucco se presentó en la Scala en marzo de 1842 y causó un impacto extraordinario. De la noche al día, Verdi se convirtió en un personaje famoso no sólo en Milán, sino en toda Italia. De norte a sur circulaban noticias de un hombre que escribía una música que sonaba nueva y con la que ensalzaba las virtudes del genio nacional italiano.

Tras Nabucco siguieron años de actividad incesante (a los que el compositor se referiría más adelante como sus "años de galera"), con un ritmo de escritura de casi dos nuevos títulos por temporada, hasta que a principios de la década de 1850 encadena las tres obras más populares de toda su carrera (Rigoletto, Il trovatore y La traviata), convirtiéndose enseguida en el músico más representado de Europa. En este trayecto, Verdi va evolucionando hacia dramas musicales más extensos y elaborados. Sin abandonar el gusto por la línea cantable de la tradición italiana, la orquesta se hace más grande, las voces más pesadas, las armonías más ricas, la narración más directa y descarnada. Su música se cargaba poco a poco de pasiones más reales e intensas, de emociones más verosímiles y profundas, sobreponiéndose a la convencionalidad de unos libretos no siempre demasiado afortunados.

Muertos Bellini y Donizetti y retirado Rossini, no tiene rival en Italia; en Europa acaso sólo Meyerbeer (y más adelante, Wagner) puede competir con él en popularidad, y su fama no deja de crecer. Atiende encargos en París (Vísperas sicilianas, una nueva versión de su Macbeth de 1847, Don Carlos) y estrena óperas en San Petersburgo (La fuerza del destino) y El Cairo (Aida). Desde finales de los 40 vive en Sant'Agata, en una villa que se ha hecho construir en Busetto, junto a Giuseppina Strepponi, la soprano que estrenó el papel de Abigaille en Nabucco. No están casados y las maledicencias no tardan en incendiar el pueblo. Verdi las combatió sin complejos, como muestra una carta enviada a su antiguo suegro que aún conmueve por su alto y moderno concepto de la libertad y la dignidad personales: "En mi casa vive una dama, libre e independiente, poseedora de una fortuna que la pone al abrigo de la necesidad, y que comparte mi amor por la vida retirada. Ni ella ni yo necesitamos rendir cuentas de nuestros actos a ningún ser humano".

Tras la presentación de Aida en 1871, Verdi parece alejarse del teatro. Escribe un cuarteto de cuerdas, un Réquiem en honor del poeta Alessandro Manzoni que tiene mucho de operístico, de donde se ha derivado a menudo la idea de la difícil relación del compositor con el hecho religioso. "Agnóstico", opinan muchos. "Anticlerical y ateo", dejó escrito Frank Walker, uno de sus mejores biógrafos, sin que las Cuatro piezas sacras del final de su vida le hagan tampoco cambiar de opinión. Pero el compositor sigue atento a la actualidad teatral. En 1881 vuelve a estrenar en la Scala después de 36 años: es una nueva versión de Simon Boccanegra. Su obra operística parece cumplida cuando se cruza en su camino Arrigo Boito, a quien como compositor había afeado el dejarse llevar por la influencia wagneriana en Mefistofele. Pero es ahora el Boito libretista quien lo seduce, presentándole con Otello posiblemente el mejor libreto de su carrera. La fusión de palabra, acción y música alcanza en esta obra, estrenada en 1887, una dimensión nueva. Su concepción del drama musical culmina de todos modos en 1893, cuando con 79 años reincide en Shakespeare visto a través de Boito: Falstaff. El fluido musical es aquí ya continuo y a través de él Verdi parece querer redimirse del fracaso de aquella ópera bufa temprana que casi da al traste con su carrera. Falstaff es una broma que tiene la profundidad y el resabio de tristeza de las mejores comedias de la historia del arte, pero también puede considerarse una especie de recapitulación de todo lo aprendido en una larga vida. Justo al final de la obra, el compositor del pueblo, el patriota italiano recurre a la erudita y germanísima forma de la fuga para dejar su último mensaje, cargado de ironía, ternura y escepticismo: "Tutto nel mondo è burla". ¿Cabe más hondura, más inteligencia y sutileza en la fusión de forma y fondo? Ni el mejor guionista de la HBO habría concebido un final más redondo.

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