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BIENAL DE FLAMENCO | Crónica

Una fiera hecha mariposa blanca

  • Rocío Molina abrió a lo grande el primer domingo de esta Bienal en su esperado reencuentro con el maestro Rafael Riqueni, un poético inicio de su 'Trilogía sobre la guitarra'

La figura vestida de blanco de la bailaora malagueña.

La figura vestida de blanco de la bailaora malagueña. / Antonio Pizarro

Que Rocío Molina es una fiera del baile, en el mejor sentido de la palabra fiera, es algo que la joven malagueña ha dejado claro en multitud de ocasiones. Así pues, como en todas las fieras -como en Eva Yerbabuena, presente en el Central, como tantas otras bailaoras, a la una de la tarde- la música puede ejercer sobre ellas efectos absolutamente catárticos. Y si la música flamenca es su guía, la guitarra de Riqueni, como ya vimos en el claustro del Monasterio de San Jerónimo el pasado año, produce en ella un verdadero encantamiento.

En su nuevo encuentro, más largo y estructurado, aunque no menos fresco, ambos salen juntos a escena. En un principio, es la música aparentemente sin pretensiones del sevillano la que señala el camino. Arpegios, trémolos, pizzicatos… que se extienden por el aire y encuentran eco en el cuerpo vestido de blanco de la bailaora, primero en sus manos, en sus brazos; luego en sus caderas y, más tarde, en todo el espacio que abarca su figura.

Es su nuevo encuentro, más largo y estructurado, no menos fresco, tras el Festival de Itálica

Rocío se entrega al juego de "ahora hago lo que tú hagas" con una ingenuidad casi infantil, aunque la memoria de su cuerpo sabio -esa que queda cuando las otras nos abandonan- tiene tanta danza acumulada desde niña que, en su libre recorrido de mariposa renacida, en ese batir de alas de sus dos abanicos, ya silenciosos, ya inquietos y sonoros, surgen, como esas oraciones que aprendimos en la niñez y nos salen en los momentos más insospechados, pequeños borbotones de bailes ya ejecutados: de sus guajiras, de sus soleás… sus golpes en el pecho, sus cambrés de bacante… y hasta restos de escobillas que suavizan su posible violencia en el rectángulo de lona blanca que cubre el suelo.

Riqueni y Molina al inicio de 'Amarguras' con la lona del suelo convertida ya en manto. Riqueni y Molina al inicio de 'Amarguras' con la lona del suelo convertida ya en manto.

Riqueni y Molina al inicio de 'Amarguras' con la lona del suelo convertida ya en manto. / Archivo Fotográfico Bienal de Flamenco / Claudia Ruiz

La música -poesía pura- de Riqueni es la que propone, pero ella, niña lista al fin y al cabo, es la que decide los juegos, la que silba para llamar la atención, la que se cambia de camisa, siempre blanca, para dar vueltas como una giróvaga, la que le ayuda a cambiar su guitarra por otra de diferente sonido hcomo ya hiciera en su primer encuentro- para jugar a juegos más trascendentes, más enérgicos, más atrevidos. A la Rocío niña, a la Rocío mariposa se une ahora una Rocío maternal que se refresca los brazos con agua y le refresca las sienes al guitarrista, con ternura, como haría con su niña Juana. Porque con Riqueni no hay lugar para la arrogancia, ni para la competencia.

El abrazo final de los dos genios. El abrazo final de los dos genios.

El abrazo final de los dos genios. / Archivo Fotográfico Bienal de Flamenco / Claudia Ruiz

Él es tan frágil y tan seguro a la vez, tan ajeno a las vanidades del mundo, que al final, Molina, artista al fin y al cabo, cede sin conflicto alguno a su propio genio, y mientras el músico se entrega a su ya proverbial Amarguras, ella no puede evitar despegar la lona del suelo y convertirla en un manto para jugar a ser virgen -la de San Juan de la Palma o la que se refleja en el agua de las marismas-, a ser de nuevo la diosa de los escenarios, meciéndose a un lado y a otro y dejando, en un nuevo cambio de piel, bellísimas y fantásticas imágenes que quedarán para siempre en la retina de los espectadores, unidas a la música del Maestro.

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