Cultura

Un contratenor en el reino de Nápoles

  • El contratenor croata se presenta el próximo sábado en el Femás junto al conjunto Il Pomo D'Oro con un programa de arias napolitanas muy parecido al que recoge su último CD.

ARIE NAPOLITANE. Max Emanuel Cencic, contratenor. Il Pomo D'Oro. Maxim Emelyanychev. Decca (Universal).

"Cuando llegué a esta ciudad estaba convencido de que iba a encontrar la más alta expresión de la música. […] Quién no espera algo soberbio de la ciudad que ha dado a los dos Scarlatti, Vinci, Leo, Pergolesi, Porpora, Farinelli, Jommelli, Piccini, Traetta, Sacchini y tantos otros eminentes músicos". Esto escribía Charles Burney en sus famosos diarios de viaje. La ciudad era Nápoles, y el viajero inglés llegó a ella en la tarde del 16 de octubre de 1770, dejándola el 7 de noviembre siguiente. Para entonces los Scarlatti, Vinci, Leo, Pergolesi o Farinelli no eran sino recuerdos lejanos. Porpora, el gran maestro de cantantes, había muerto hacía sólo dos años. Pero Burney sí que conoció y trató a Jommelli, Piccini o Sacchini. También se reunió con Caffarelli, castrato, alumno de Porpora, que había reunido una gran fortuna a lo largo de su exitosa carrera, pese a lo cual, a sus 60 años, aún seguía cantando profesionalmente por iglesias y conventos. A la puerta de su mansión podía leerse: "Amphion Tebas, ego domum" ("Anfión levantó Tebas; yo sólo esta casa"), una cita recogida por Cayo Julio Solino en su De mirabilibus mundi.

Desde luego que a lo largo de todo el siglo XVIII los melómanos pudieron vivir en Nápoles acontecimientos memorables. Una figura como la de Caffarelli, para quien Haendel escribió algunos de sus últimos roles operísticos (ese celebérrimo Ombra mai fu de Serse le estaba destinado), representa bien el desarrollo que conoció la música en general, y la ópera en particular, en la gran capital del sur de Italia. Alimentados por los cuatro conservatorios nacidos como refugios de niños pobres y huérfanos en el siglo XVI y que contaban con el patrocinio real y arzobispal, los teatros napolitanos (el San Carlo, el Nuevo, el San Bartolomeo, el de los Florentinos…) tomaron durante el siglo XVIII el relevo de la gran tradición veneciana, imponiendo en toda Europa un estilo de un virtuosismo que sólo en el belcanto decimonónico encontraría parangón.

Para muchos, la escuela napolitana de ópera arranca de Alessandro Scarlatti (1660-1725), un compositor que nacido en Sicilia y formado en Roma, autor prolífico de música teatral (sus óperas pasan del centenar, sus cantatas se aproximan al millar…), pero que desarrolló la mayor parte de su carrera en el sur, adonde llegaría en 1684 de la mano del embajador español ante el Vaticano, recién nombrado virrey de Nápoles. En un primer período hasta 1702 y después entre 1708 y el final de su vida, Scarlatti trabajó en la corte virreinal hispana, aun sin perder los lazos con Roma, dando en ese tiempo al dramma per musica un impulso renovado, aportando la sinfonía introductoria en tres tiempos, el acompañamiento regular de las arias con toda la orquesta (y no sólo el continuo) y la definición y afianzamiento de las reglas del aria da capo.

En los años finales de su carrera las óperas de Scarlatti se vieron oscurecidas por la nueva generación de maestros surgidos al amparo de su arte: Nicola Porpora (1686-1768), Leonardo Leo (1694-1744), Leonardo Vinci (1696-1730) o Johann Adolph Hasse (1699-1783), que llegó en 1722 a la ciudad enviado por su patrón alemán, llevaron al extremo el refinado arte vocal scarlattiano, lo que luego se confirmaría también en la obra del malogrado Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736). El lenguaje musical había empezado a aligerarse ya en favor del estilo galante en un proceso paralelo al de la más profusa ornamentación de la música vocal. Es ahora cuando las escenas van a empezar a ser dominadas por los castrati, esos auténticos mártires del canto que a principios del siglo XVIII en Nápoles se fabricaban de forma casi industrial. Las difíciles condiciones de vida y el éxito formidable de unos pocos afortunados, que alcanzaron fama, riquezas e incluso influencia política, condenaban a miles de niños cada año a la mutilación.

Desaparecidos poco a poco los castrati desde finales de aquel mismo siglo XVIII, para la reciente recuperación del repertorio más virtuosístico de la escuela napolitana se empezó contando con las voces femeninas, pero, desde hace unos años han sido los contratenores quienes más se han distinguido por asumir los roles de los históricos Farinelli, Carestini, Caffarelli, Senesino, Grimaldi o Guadagni. En la última década, y aunque grandes solistas como Cecilia Bartoli, Ann Hallenberg, Vivica Genaux o Joyce Di Donato están dispuestas a oponer resistencia, son grandes contratenores como David Daniels, Andreas Scholl, Bejun Mehta, Brian Asawa, Lawrence Zazzo, Philippe Jaroussky, Franco Fagioli o Xavier Sábata los que han empezado a cantar de forma prioritaria los grandes papeles de las óperas barrocas destinados en su día a los castrati. Entre todos ellos, el croata Max Emanuel Cencic (Zagreb, 1976) está adquiriendo la estatura de auténtico líder de su generación.

El sábado próximo Cencic cantará por primera vez en Sevilla. La cita (Espacio Turina, 20:30) se encuadra en el Festival de Música Antigua de la ciudad y en ella, acompañado por el conjunto romano Il Pomo D'Oro y la joven y exuberante batuta del impulsivo maestro ruso Maxim Emelyanychev (Dzerjinsk, 1988), el cantante presentará un programa de música de la escuela napolitana, cercano (aunque no idéntico) al de su último disco para el sello Decca, en el que se reúnen arias de Scarlatti, Porpora, Leo, Vinci y Pergolesi.

Pese a las etiquetas, hablar de ópera napolitana no significa sólo concitar el interés de los buscadores de fragmentos enardecidos, de esos que exigen despliegues vocales que rozan lo inverosímil en extensión, fiato y coloraturas. La variedad de afectos dramáticos que los maestros napolitanos fueron capaces de desarrollar quedan magníficamente recogidos en este programa. Así, el lirismo de arias como Care pupille belle de Il Tigrane (1715) o el tono introspectivo de Miei pensieri de Il prigioniero Fortunato (1698) contrastan significativamente con la expresión guerrera de Tutto appoggio il mio disegno de Il Cambise (1719), y no hemos salido de Scarlatti. Las arias de bravura, con su espectacular escritura melismática, son por supuesto típicas de la escuela y en ellas Vinci (In questa mia tempesta de Eraclea, 1724) y Porpora (Quel vasto, quel fiero de Polifemo, 1735; Qual turbine che scende de Germanico in Germania, 1732) demostraron ser auténticos maestros. Pero la delicadeza de arias como L'infelice in questo stato de L'Olimpiade de Pergolesi (1735), Dal suo gentil sembiante de Demetrio (1732) o No, non vedete mai de Siface (1737), las dos últimas de Leo, exige del intérprete el más expresivo despliegue de canto spianato. En los dos extremos, y en toda su variedad de gamas intermedias, Cencic se muestra como un artista preciso, cálido, musical y refinado siempre. Sólo queda esperar a la prueba del directo.

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