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La Grande Chapelle | Crítica

Encrucijadas del patrimonio español

Jone Martínez y Lucía Caihuela, con la violinista Helena Zemanová y el director Albert Recasens en primer plano.

Jone Martínez y Lucía Caihuela, con la violinista Helena Zemanová y el director Albert Recasens en primer plano. / Festival de Granada / Fermín Rodríguez

Posiblemente no hay conjunto profesional en España que haya hecho (y siga haciendo) una labor más continua y metódica de rescate del patrimonio musical hispánico anterior al siglo XIX que La Grande Chapelle de Albert Recasens. Su ámbito de actuación fluctúa continuamente entre el gran Siglo de Oro y la música posterior, mucho tiempo demasiado abandonada, como la de buena parte del siglo XVII o la de músicos ya tardíos para los habituales parámetros de la música antigua, como Antonio Rodríguez de Hita, conocido hoy especialmente por la renovación de la música teatral madrileña que supusieron sus zarzuelas escritas junto a Ramón de la Cruz en el último tercio del XVIII.

Pero por encima de su vertiente de autor lírico de éxito, Rodríguez de Hita fue un prolífico compositor de música religiosa (de las aproximadamente 250 obras que hoy componen su catálogo sólo 18 son profanas), una música hoy por completo olvidada. Tras escuchar las siete piezas ofrecidas por el conjunto de Recasens en los Jerónimos, que eran otros tantos estrenos en tiempos modernos, hay que añadir que incomprensiblemente olvidada, pues se trata de una música extraordinaria.

Vive Rodríguez de Hita en una época de encrucijadas, la que iba marcando la aparición del Clasicismo musical, que está por supuesto presente en su obra, pero sin olvidar el cercano pasado barroco y, lo que resulta más sorprendente, la gran tradición de la polifonía y del estilo policoral, que el músico madrileño encaja de forma admirable con acompañamientos en el mejor estilo concertante.

El contrapunto está presente en las ya conocidas canciones instrumentales (son de 1751, las piezas más antiguas del concierto), de las que se ofrecieron dos, sendos tríos imitativos (el primero claramente canónico), pero lo verdaderamente asombroso es cómo Hita es capaz de escribir secciones a ocho partes vocales en las que los instrumentos no se limitan a ir colla parte o a marcar acompañamientos en acordes, sino que se suman a las líneas contrapuntísticas creando tejidos de unas texturas densísimas (los salmos Laudate Dominum y Credidi o el responsorio Illuminare Ierusalem son buen ejemplo de esto).

Pero luego, a su lado, encontramos pasajes casi galantes, escritos para voces solistas, o en homofonía, o una Lamentación para voz sola (soberbia, luminosa Jone Martínez) que, más allá de la tradicional inicial melismática, casi nos hace pensar en el mundo del más pleno Clasicismo. Todavía es posible encontrar detalles retóricos típicos del Barroco: así el arcángel Gabriel se acerca a María con una entrada imitativa en los violines, que dibujan su llegada, y algunos efectos tímbricos que no dejan de llamar la atención, como las trompas en ese mismo Missus est Gabriel, un motete que por momentos parece situarnos en la Italia de principios del XVIII.

Recasens consiguió una brillante concertación de su nutrido equipo (ocho voces, diez instrumentistas) con fraseo elegante, una sabia dosificación de los contrastes de todo tipo y apreciable claridad, que se apoyó en unos perfiles bien marcados: por los bajos, tanto la voz sólida de Matteo Bellotto como el amplio pero discreto continuo instrumental hicieron de soporte; en los agudos los oboes parecieron siempre más incisivos y decorativos que unos violines más ocupados en fraguar la fusión tímbrica de todo el conjunto, mientras las tres, muy distintas entre sí, voces de soprano cubrieron el amplio espectro expresivo que pedía una música de una riqueza y una variedad tales que se nos vuelve a plantear una cuestión básica referida al patrimonio musical español: ¿por qué tanto abandono?

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