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Jean-Guihen Queyras | Crítica

Un hombre con un violonchelo

Un momento del concierto de Jean-Guihen Queyras en el Crucero del Hospital Real

Un momento del concierto de Jean-Guihen Queyras en el Crucero del Hospital Real / Festival de Granada / Fermín Rodríguez

Cuando en el tiempo que pasó como maestro de capilla en la corte de Cöthen (1717-23) Bach decidió emprender la escritura de obras para violonchelo solo, la técnica del instrumento estaba aún en pañales. Surgido como un artefacto híbrido a finales del siglo XVI, el violonchelo se afianzó en la centuria siguiente como instrumento melódico asociado al bajo continuo. Sólo a finales del XVII una escuela de compositores boloñeses empezó a tratarlo como solista, pero es dudoso que Bach llegara realmente a conocer la música que Gabrielli, Jacchini, Degli Antoni o Vitali dedicaron, como pioneros, al instrumento, así que, salvo que falte algún eslabón de la cadena que hayamos perdido, puede considerarse que Bach diseñó de forma por completo autónoma el tratamiento básico del violonchelo, lanzándolo al futuro. De cualquier forma, el futuro tardó en considerar sus suites como obras artísticas de relevancia, pues durante el siglo XIX no pasaron de ser consideradas meros estudios, e incluso era normal que se le añadieran partes de piano acompañante.

Hoy las seis suites para violonchelo solo de Bach forman parte del paisaje musical cotidiano de generaciones de oyentes y son tocadas por cualquier violonchelista profesional que se precie desde muy temprana edad. El canadiense Jean-Guihen Queyras (Montréal, 1967) las grabó en 2007 para el sello Harmonia Mundi con este mismo violonchelo fabricado por Gioffredo Cappa en 1696 con el que se presentó en el Crucero del Hospital Real. Un violonchelo antiguo modificado modernamente, pues, aunque trabaja también con conjuntos de instrumentos originales, Queyras es un violonchelista clásico, que toca con pica y cuerdas metálicas. Cierto que en su estilo interpretativo los rasgos historicistas dominan, tanto en el tratamiento de la articulación, de frases cortas y acentos marcados, como en la casi ausencia de vibrato (es usado de forma muy inteligente para conseguir determinados efectos de color).

Queyras presentó en Granada las suites impares de Bach mostrando que si algo ha cambiado desde aquella grabación es hacia una mayor ligereza (tempi más rápidos, sonido acaso más claro), pero su concepción es casi idéntica. Pasa, además de lo ya dicho, por un tratamiento singular de las relaciones agógicas, de tal forma que en las repeticiones de las danzas, los ritmos se hacen más flexibles, lo cual, de cualquier modo, es algo ya muy habitual en los violonchelistas antiguos, como la eliminación de las repeticiones de la sección B de courantes y galanterien (minuet, bourrée, gavotte), que agilizan las danzas rápidas.

En el Preludio de la Suite nº1, Queyras pareció enfatizar su origen improvisado, y la pieza casi le quedó como hija del impresionismo. Toda esa suite fluyó con absoluta naturalidad e incluso con cierta austeridad, como si, sobrado de técnica, el canadiense no quisiera forzar la máquina de fabricar caprichos o fantasías. La Suite nº3 sonó por completo luminosa y radiante, resultando especialmente singular la precisa articulación de una Allemande llena de figuraciones en notas muy breves, todas ellas bien separadas y acentuadas con propiedad. Los contrastes de dinámicas se enfatizaron especialmente en la Suite nº5, el gran tour de force del concierto. Obra compleja desde su mismo preludio, una obertura a la francesa a cuya fuga dio Queyras una viveza extrema sin que le temblara mínimamente el pulso. Prodigioso momento. Más pausada sonó la Allemande, a pesar de su ornamentación en continuas disminuciones. La suite sonó en general menos oscura de lo que suele ser habitual en versiones más intensamente románticas, y eso se apreció especialmente en la Sarabande, centro emocional no sólo de esta suite, sino de toda la colección, que sonó esta vez menos elegíaca y abrumadora que de costumbre, más terrenal y humana, como si se privilegiara la línea melódica sobre sus rupturas y sus modernísimos silencios.

Como preludio a cada una de las suites bachianas, Queyras se acercó precisamente a la modernidad ofreciendo tres miniaturas del húngaro György Kurtág (1926), puede que el más grande compositor vivo. El catálogo de Kurtág está plagado de piezas aforísticas como estas, que no llegan al minuto y medio de duración. Dos de ellas fueron extraídas de Signs, Games and Messages, una colección abierta en la que el húngaro ha ido incluyendo desde 1961 obras para instrumentos y formaciones diferentes, muy distintas entre sí, aunque todas ellas dotadas de esa desnudez esencialista tan característica de su estética. La tercera de las piezas fue transcripción de un fragmento de uno de los Dichos de Péter Bornemisza, una colección de canciones para voz y piano (en este caso no tan aforísticas) escrita en los años 60 sobre sermones de un obispo luterano del siglo XVI. La música de Bach resonó en estas sugerentes gemas del genial compositor húngaro, para luego expandirse en esta visión utópica del mundo, que parece detenerse cuando un hombre solo se abraza a su violonchelo y se enfrenta a su música.

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