El acoso escolar no es nuevo, es tan viejo como las novatadas en la mili o la borregada en la Universidad. Es uno de esos temores con los que hemos tenido que convivir desde tiempos inmemoriales, con la complacencia encima de todo el mundo, como una cosa de lo más natural, una de esas cosas a las que se les hacía la vista gorda. ¡Qué curiosas son las frases hechas! Pobre la gorda de mi clase sobre la que caían las crueles miradas.

Niños acosados ha habido siempre, lo que ocurre es que ahora se ha producido la denuncia social. El único amparo de una infancia que fue y que ya queda lejos, estuvo en refugiarnos en un aseo del colegio o correr a guarecernos en el terreno neutral, sagrado e inviolable de la capilla. La amenaza de los camorristas, de los pegones, se quedaba fuera en los patios de recreo y te la guardaban para mejor ocasión.

Los niños han gozado no pocas veces de una inmerecida fama de angelicales, pero pueden llegar a ser diabólicos. Son ellos quienes tienen atribuidas las más limpias miradas y las mejores sonrisas, como si se diera por descontado que la mejor patria del ser humano se halla en la infancia, como si sólo ella pudiera adueñarse de la patente de la nobleza, como si ser adultos conllevara la fatalidad de devaluarnos. Y sin embargo, también se ha dicho de los niños que son los únicos que, junto a los borrachos, dicen la verdad, cuando eso no es más que asegurar su descaro, su falta de educación, su imprudencia y hasta su crueldad. El bulling tiene sus orígenes en las burlas de ser llamados cuatro ojos quienes por necesidad usaban gafas, en aquellas clases que los apodos despiadados llenaban de cabezones, gordos o maricones.

La maldad de los niños ha perfeccionado sus medios a través de los móviles, cargados de infinitas posibilidades para hacer sufrir a las víctimas elegidas, compañeros de clase con los que se ceban en grupo, a través de comunicados implacables en los que un líder da la orden precisa para el acoso, en los que se toma la decisión de llenar de amargura y desesperación la etapa colegial de un semejante, cercándolo de una experiencia diaria tan insoportable como para haber conocido ya numerosos casos de suicidio.

Por este camino tortuoso de ida y vuelta a las escuelas, cualquiera sabe si llegaremos a un día en el que los niños serán los fósiles irreconocibles que cantaban junto a Perales.

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