España

Lo trascendente: marco institucional español y modelo social europeo

Jordi Alberich

Economista

Tres grandes cuestiones han centrado de manera relevante nuestro interés en el convulso 2012: el agravamiento de la inacabable crisis económica; el estallido del conflicto político entre Cataluña y España; y las incertidumbres y vaivenes de la Unión Europea en su gestión de la crisis.

Tras más de cinco años, los efectos de la crisis son ya devastadores y amenazan seriamente nuestra convivencia. La mejor muestra de la hecatombe es la pregunta tan recurrente que se hacen en los países europeos más afortunados: ¿cómo, en España, no se produce un estallido social con un desempleo que afecta a uno de cada cuatro ciudadanos, y a más de la mitad de los jóvenes?

Inmersos en este descalabro económico, en los últimos meses ha explosionado el conflicto político en Cataluña. En pocas semanas, transitamos de lo que parecía una más de las recurrentes fricciones entre los gobiernos catalán y español, a una reclamación multitudinaria por la independencia de Cataluña. Las posteriores elecciones del 25 de Noviembre, si bien arrojaron un resultado inesperado, condujeron a un Parlamento que consolidó una mayoría soberanista.

La Unión Europea ha seguido el dictado de Berlín, en su obsesión por la austeridad y la consolidación fiscal. Sin embargo, son cada vez más las voces críticas con un exceso de austeridad que no se entiende. Aún menos cuando no responde a ninguna tradición de las conocidas, ni a la liberal del mundo anglosajón o el Fondo Monetario Internacional ni, aún menos, a la del republicanismo de un país como Francia. Seguramente, hemos de adentrarnos en el siempre movedizo terreno de la moral para entender cómo tras la austeridad se encuentra la voluntad de que el Sur purgue las consecuencias de su supuesta tendencia natural al exceso y a la indolencia.

Así, no son de extrañar los augurios tan negativos para 2013. Sin embargo, se observan tendencias que, de confirmarse, podrían traernos un año mejor de lo previsto.

En España hay motivos para un optimismo moderado. De una parte, la consolidación de la dinámica exportadora y, en la misma línea, un informe de la OCDE señalando como, comparando empresas de más de 250 trabajadores, las españolas son más competitivas que las alemanas. Y contar con un grupo tan nutrido de grandes y medianas empresas, que compiten en mercados globales, no es una cuestión menor. Es un dato que adquiere especial relevancia dado que esta internacionalización se ha desarrollado en apenas dos décadas. El problema reside en que este tejido productivo resulta insuficiente para absorber el desempleo ocasionado por el sinsentido de los últimos tiempos.

Las razones de este éxito van más allá del acierto, indiscutible, de accionistas y directivos de nuestras grandes empresas. Se enraiza en una transformación profunda de la sociedad, de unas universidades que han formado cuadros directivos; de unos centros científicos que nos han permitido transitar de una posición residual en el mundo de la investigación a una ya considerable homologación con nuestro entorno; de una fuerza laboral capacitada y flexible; o de unas administraciones que han dotado al país de unas infraestructuras ya suficientes. Sin obviar nuestros males y carencias, lo conseguido no es poco. La cuestión es, ahora, trasladar esa misma capacidad competitiva de nuestras grandes empresas a las Pymes.

Por otra parte, pese a la crisis tan devastadora, nuestras ciudades aún mantienen un elevado nivel de dignidad y convivencia. Aunque el peligro de explosión social permanece latente y amenazante, sólo una sociedad madura es capaz de generar esas redes de protección institucional, familiar y social para los más desfavorecidos.

Finalmente, en el ámbito económico, haber evitado el rescate es una buena noticia. No tanto por el estigma de una intervención exterior, como por la experiencia nada alentadora de países rescatados y por la cesión de soberanía que representa. En estos momentos en que resulta tan complejo acompasar las exigencias económicas con los equilibrios sociales, la supuesta racionalidad de los hombres de negro podría originar un conflicto social. Por ejemplo, esa reducción de las pensiones que se reclama desde la ortodoxia es imposible en nuestro país. No tanto por los propios pensionistas y lo ajustado de las pensiones, como por ser muchas las familias cuyos hijos y nietos cuentan con la pensión de sus mayores. Y el rescate se ha evitado gracias a la estabilización de los mercados. Pese a no estar libres de nuevos sobresaltos, ésta es una buena noticia que nos trae Europa. Por fin, el Banco Central Europeo ejerce la función que se le supone. Alemania persistirá en su discurso cargado de moral pero, creo y espero, irá debilitándose porque el Norte debe entender que desde la Europa meridional no pedimos solidaridad, pedimos guiarnos por el interés común.

Retornando al ámbito español, el conflicto catalán permanece. La solución es compleja, pero hay una realidad relevante e indiscutible que puede facilitarla: se consolida la opinión de que, con todos sus logros y carencias, el modelo autonómico requiere de una revisión en profundidad. Aunque no se diera la reclamación catalana, España debe abordar esta reforma y ello, en sí mismo, ya contribuiría a solventar gran parte del conflicto con Cataluña.

Pero estas tendencias positivas pueden servir para poco, o nada, si no asumimos las dos grandes amenazas de nuestros tiempos: el descalabro institucional en España y el tránsito hacia un mundo peor.

Hoy, se hace difícil señalar una institución que no se halle dañada. Desde la monarquía a la justicia, desde los partidos políticos al Banco de España. Y, ello, por no hablar de las instituciones privadas. El ejemplo de la CEOE, que mantuvo a su anterior presidente sin que ningún gran empresario denunciara la situación, es una buena muestra.

Y puede parecer que la crisis haya arrasado a nuestras instituciones. Por el contrario, fue la fragilidad de nuestras instituciones lo que permitió que las consecuencias de la crisis se agravaran, al no establecer (y hacer respetar) límites al desvarío político-financiero-inmobiliario. Uno de tantos ejemplos lo hallamos en la dinámica de creación de suelo y desarrollo urbanístico. Sin unas instituciones sólidas se hará muy difícil, por no decir imposible, recuperar la confianza porque, además, hemos entrado en una dinámica muy compleja, la de la falta de perspectivas para una gran parte de los ciudadanos. En todas las crisis que recuerdo, pese a momentos de gran tensión, una corriente de fondo nos hacía creer que íbamos a mejor. Hoy no es así. Se consolida el convencimiento de que vamos a peor. Y los hechos lo demuestran: hace pocos años, un mileurista era un desdichado, hoy es un afortunado. Es decir, el acceso al mercado laboral ya no garantiza la mínima solvencia económica y dignidad social.

Y se puede pensar que todo ello es consecuencia de esa devaluación competitiva en que nos hallamos. Es cierto, pero miremos qué sucede en Alemania, el país más sólido de la Unión Europea. Allí, son ya cuatro los millones de ciudadanos que no salen del callejón de los minijobs. Unos puestos de trabajo que no garantizan el acceso a una vida decente: muchos de ellos deben acudir regularmente a comedores y servicios sociales para llegar a final de mes.

Solo de nosotros depende reformular nuestras instituciones. Y de todos los europeos definir qué modelo de sociedad queremos. Pero no tenemos alternativa: necesitamos instituciones y Europa, sin su modelo social, carece de sentido.

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