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España

Contra la división de los socialistas

  • Carme Chacón, que no votó junto al PSC en el asunto de la consulta soberanista, alerta de lo que entiende como un riesgo: una ruptura del PSOE con sus compañeros catalanes.

En la España de hoy, miles de familias se acuestan cada noche con la incertidumbre de si al día siguiente conservarán su empleo, o con la angustia de si perderán su casa. Millares de jóvenes buscan lejos de su hogar una oportunidad de vida independiente y la mayoría de los ciudadanos observan las instituciones democráticas y los partidos políticos como realidades extrañas cuando no opuestas a sus necesidades e intereses. Mientras, el Gobierno español, igual que los gobiernos de derechas de Cataluña o de Castilla-La Mancha, de Galicia o de Valencia, aplican idénticas políticas neoliberales que estrangulan el crecimiento y cargan con crueldad sobre los trabajadores y las clases medias todos los sacrificios derivados de la crisis. En Cataluña sucede todo eso y, además, el Gobierno de CiU, manejado por Esquerra Republicana, lanza una ofensiva soberanista para ocultar su fracaso y dibuja un horizonte idílico asociado a la ruptura con España que divide a la sociedad catalana y genera aún más incertidumbre en el futuro para millones de personas.

Cualquiera diría que en una situación así resulta más necesaria que nunca la acción de una fuerza progresista capaz de proporcionar a la vez una esperanza de reforma institucional y de mejora social y una garantía de estabilidad; cualquiera diría que en una situación así resulta más necesario que nunca un socialismo fuerte y unido.

Sin embargo, hace una semana, por primera vez en 35 años, los diputados del PSC y del PSOE votamos divididos. En realidad, ese día los socialistas no votamos una, sino dos veces en relación con el mismo tema. La primera vez votamos unidos para reclamar una reforma federal de la Constitución que ampare la diversidad y preserve la convivencia dentro de Cataluña y en el conjunto de España. La segunda, nos dividimos y votamos en sentido opuesto.

La primera votación pasó desapercibida. La segunda, acaparó toda la atención. Con nuestra división dimos resonancia a la propuesta nacionalista e hicimos irrelevante la nuestra.

Seguramente por eso, y pese a que estuvo precedida de declaraciones tranquilizadoras por parte de las direcciones del PSC y del PSOE que desdramatizaban el desacuerdo, la votación produjo una tristeza tan grande entre los socialistas como grande fue la alegría entre el nacionalismo catalán y el PP.

Es sabido que rechacé participar en aquella votación. Lo hice, desde luego, para expresar mi oposición a cualquier iniciativa de los partidos que han promovido un proceso unilateral de ruptura. Pero lo hice también para manifestar cuánto deploro la división que este asunto ha introducido en las filas socialistas. Ni un socialista pudo sentirse satisfecho ante esa situación. ¿Cómo vamos a ofrecernos a los ciudadanos como garantía de unidad si nosotros mismos nos dividimos?

En la semana que ha transcurrido desde aquella votación las palabras que más se han pronunciado desde las instancias directivas han sido multa, disciplina y escaño. Como es natural, acato la sanción que se me impuso y acepto las reconvenciones. Pero me temo que esta gravísima situación no se resolverá por esa vía porque lo que ha sucedido no tiene causas disciplinarias sino políticas.

De ahí se ha pasado a anunciar que las direcciones del PSOE y del PSC iniciarán conversaciones pausadas para alumbrar un nuevo marco que regule en el futuro las relaciones entre ambas formaciones. Eso sí, no se aclara si ese marco servirá para restablecer la unidad o para consagrar la división.

Creo que si la división se prolonga derivará en ruptura y si la ruptura se consuma será un suicidio político para los socialistas. Para todos.

Si las consecuencias de una ruptura socialista serían trágicas para nosotros, no serían mejores -y esto es lo más importante- para los ciudadanos. Se esfumaría cualquier opción de cambiar el rumbo político tanto en Cataluña como en el conjunto de España. Tampoco serían mejores los efectos de esa ruptura para quienes desean para Cataluña y para España una convivencia basada en el respeto de la diversidad.

Dentro de un mes se cumplirá el 35 aniversario del Protocolo de Unidad que firmaron Felipe González y Joan Raventós y que dio nacimiento al Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC-PSOE). Dudo que nuestros problemas se resuelvan derogando lo que ha funcionado satisfactoriamente 35 años.

Este período, como toda nuestra reciente historia democrática, presenta claroscuros y también defectos que la crisis actual está evidenciando. Pero es también la etapa más prolongada de progreso y convivencia en paz que jamás haya conocido nuestro país; igual que señala el ciclo de plenitud cultural y de autogobierno político más dilatado que Cataluña haya disfrutado en los últimos siglos. En todo ello ha sido decisivo el socialismo unido.

En el punto en que nos encontramos sirve de poco reconocer y lamentar los errores, menos aún entrar en una dinámica de reproches. Hace falta generosidad y diálogo, pero hace falta, sobre todo, visión y liderazgo. Para todos los socialistas es vital recomponer la unidad. Para lograrlo hará falta recuperar el espíritu que inspiró aquel acuerdo de hace 35 años; es decir: una afirmación de nuestras convicciones políticas y de nuestros valores frente a la hegemonía del doble discurso nacionalista de los separadores y los separatistas.

Esta es la tarea más importante y es, además, la ocupación más urgente para todos. Y en particular para quienes deben guiarla que son los máximos responsables del PSC y del PSOE. Sin un socialismo unido no habrá un socialismo fuerte. Y sin un socialismo fuerte una parte muy grande de nuestra sociedad quedará desprotegida, justo cuando más protección necesita, y la convivencia en Cataluña y en España no saldrá bien parada.

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