TRAS dos elecciones a las Cortes Generales -con sus variaciones en los resultados- y dos propuestas del rey Felipe VI de candidatos a la investidura -una de ellas ya fracasada antes de la repetición electoral-, llevamos 228 días con el Gobierno en funciones y sin perspectivas claras de salir del bloqueo en el que España se encuentra desde el 20 de diciembre de 2015.

Pese a que el resultado en las urnas del 26 de junio deja escasas alternativas a un Gobierno encabezado por el PP, 38 días después de las últimas votaciones, Mariano Rajoy sigue sin tener un horizonte claro para ser reelegido presidente del Ejecutivo. Es, ciertamente, el vencedor de los comicios y tiene el aval de muchos más españoles que cualquier otro: sobre todo después de ser el único candidato a La Moncloa que creció en votos y en escaños. Pero esos 14 diputados más que a finales de junio parecían ponerle en el umbral de la investidura, siguen siendo escasos. Porque Rajoy, en estos meses, habrá logrado más respaldo de un electorado muy fiel, que perdona cualquier error del pasado por grave -y no es uno ni dos- que éste sea, pero no ha conseguido ni un voto de un representante que no sea de su propio partido o de los que están coaligados a éste: Foro Asturias y Unión del Pueblo Navarro. Él mismo es consciente de que podría llegar a gobernar con sus 137 correligionarios pero son claramente insuficientes para ser investido, salvo que medie una abstención masiva en los bancos de la oposición. Esta última salida es la que propone el líder de Ciudadanos, Albert Rivera. Numéricamente sería viable la investidura si 117 (85 de PSOE y 32 de C's) diputados se abstienen, pero Rajoy no parece dispuesto, según sus propias palabras, a una investidura tan precaria.

El candidato del Rey a la investidura quiere aplicar su pragmatismo gallego hasta límites más allá de lo razonable. Su aceptación del encargo del Jefe del Estado debería bastar para dar por hecho que se subirá a la tribuna del Congreso de los Diputados para exponer su programa de Gobierno, como exige el apartado segundo del artículo 99 de la Constitución española. Pero no. Rajoy se niega una y otra vez a aceptar que ya tiene que pasar por ese trámite tenga o no la investidura asegurada, que no la tiene.

Sabe Rajoy que sin la abstención -parcial o total- del PSOE será muy difícil superar el debate de investidura. Así que esgrime, tras la cerrazón de Pedro Sánchez a siquiera permitir el normal transcurrir de esta Legislatura, la convocatoria de unas terceras elecciones. Al hacerlo, el presidente del Gobierno en funciones pretende un imposible: sostener lo uno y lo contrario. No puede haber terceras elecciones mientras no se produzca la primera votación de un candidato a la investidura: él mismo. Es la sublimación de la incoherencia. Así que si pretende hacer realidad el disparate -jurídico y político- de soslayar el mandato constitucional de defender sus programa de gobierno ante el Congreso, el bloqueo será indefinido. Y aún más que antes de que el Rey propusiese a Pedro Sánchez en la legislatura anterior, porque, el Jefe del Estado no puede ya intervenir, según el propio artículo 99, hasta tanto las Cortes no certifiquen la elección del presidente o el fracaso de la investidura.

Resulta irritante este interés de Rajoy de pretender hacer posible lo uno y lo contrario. Ni siquiera lo justifican sus motivaciones de construir un relato político para una hipotética y desesperante tercera cita consecutiva en un año ante las urnas. Los españoles sabrán discernir, llegado el caso, quién bloquea la situación. Ya ocurrió en junio.

Rajoy trata de evitar que Sánchez le haga pasar el mismo calvario de verse derrotado en un debate de investidura. Que el del socialista no sea el único precedente. Pero no asume que sólo lo conseguirá pactando. Transaccionando. Cediendo, en una palabra.

El presidente en funciones dijo ayer estar más optimista. Pero su obstinación en no admitir que la aceptación del encargo del Rey le obliga a someterse al debate de la investidura sólo puede sumir en el pesimismo a una ciudadanía ahíta de tanto tacticismo político estéril.

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