sara gutiérrez | médico, traductora y periodista

"Ver el fin de la URSS era como ver el fin de la caída del Imperio Romano"

La periodista y escritora Sara Gutiérrez.

La periodista y escritora Sara Gutiérrez. / Loreto Camacho

UNA VIVENCIA EXTRAORDINARIA. Una beca para especializarse en Oftalmología del entonces gobierno soviético le valió a Sara Gutiérrez (Oviedo, 1962) de pasaporte excepcional para ser testigo de un suceso único en la historia: el desmoronamiento de la URSS. Parte de esa experiencia la recoge en ‘El último verano de la URSS’ (Cordelia), el libro -ilustrado por Pedro Arjona- sobre su viaje exprés por las repúblicas soviéticas en el verano de 1991. “Si tengo opción y el nivel científico sigue siendo el que yo pude conocer, me vacuno con la Sputnik”, afirma.

–Llegó a la antigua Unión Soviética en 1989. Lo más parecido ahora sería entrar en Corea del Norte.

–Desde luego, aunque si ahora me dijeran de ir a Corea del Norte también iba de cabeza por lo mismo:pura curiosidad. Como te cuento esto, te confieso que si mi sobrina, por ejemplo, me dijera que iba, pensaría que estaba loca.

–Lo que pensó su familia.

–“No te preocupes, mamá, que no aprenderá ruso y la traerán de vuelta”, decía mi hermana.

–Pero el ruso no fue un problema.

–Milagrosamente, lo aprendí contra todo pronóstico, incluido el mío, porque nunca he sido buena para los idiomas. Creo que influyó la desesperación y la evidencia de que, si no lo hablaba aunque fuera miserablemente, no podía atender bien a los pacientes.

–Un viaje bajo cuerda del mar Báltico al mar Negro. ¿Por qué era tan difícil moverse dentro de la URSS?

–Porque existía un cierre perimetral por zonas, similar al que hemos vivido en la pandemia. En mi condición de becada extranjera, mo podías, por ejemplo, reservar habitación en un hotel y si ibas a algún lugar tenía que ser previa invitación de alguien. Pero, por la experiencia que había tenido anteriormente en el tren nocturno, podía ver que ahí raramente pedían documentación.

"Si una sobrina quisiera ir ahora a Corea del Norte, pensaría que estaba loca, pero yo iría de cabeza"

–Estuvo en Tallin, Riga, Vilna... antes de que nadie las conociera.

–Yo he visto construir los bloques de viviendas esos enormes como si fueran piezas de lego:habitación tras habitación, planta sobre planta. Ya frente a esto, en las repúblicas bálticas encontrabas edificios que podías reconocer, por decir, como europeos:iglesias, torres, calles estrechas, todo muy limpio, e incluso algo de comercio... Podías ver que su estilo de vida era furiosamente distinto, y no extrañó que fueran los primeros territorios en pedir la independencia.

–Una situación, la de la existencia de algo de comercio, que contrastaba con la época de estantes vacíos del resto del bloque.

–Una situación que yo vivía como contemplar en directo la caída del Imperio Romano. La época que yo pillé era el fin de la perestroika, de bastante carestía:a menudo me decían, por ejemplo, que no siempre había sido así. El escenario provocaba no poca frustración en una gente que, en su mayoría, estaba concienciada de que el socialismo exigía sacrificios... Pero aquello era demasiado, y por eso el odio de muchos hacia Gorbachov. “Nosotros aquí pasándolo mal y occidente, de fiesta”, para colmo. “Lo único que está haciendo Gorbachov– –les decía yo– es abriros los ojos”

–”Cuando venga tu padre en el Mercedes”.

–Asumían por supuesto que, si estaba estudiando ahí Medicina, era porque mi padre era rico. Cuando yo les decía que estudiaba con una beca, no daban crédito:¿En occidente hay sistemas de becas?

–Pero el tema de la escasez pega fuerte: en unos meses, perfectamente integrado.  

–Recuerdo el bloqueo en las primeras vacaciones de Navidad, cuando al volver entré con mi familia en un Corte Inglés y apenas me salía pedir más que lo que de verdad necesitaba. Además, asumías como normal cosas que en nuestros códigos chirrían muchísimo, como el trueque:si de repente llegaba algo a las estanterías, la gente iba corriendo a por lo que fuera, no sólo por lo que pudiera necesitar, sino para revenderlo o cambiarlo en un tenderete en la calle. El pago de favores para todo, mezcla entre costumbre, soborno y educación... Y eso sí que creo que está tan metido en la cultura que es difícil de quitar.

–En los últimos tiempos se ha popularizado la ‘ostalgie’, una especie de nostalgia por tiempos pasados en territorios de la URSS.

–Puedo hablar desde el contacto que aún mantengo con unas pocas personas. Hay gente que se subió al carro del capitalismo, y hay gente que se quedó anclada y ve que antes tenía piso, educación, sanidad...

–Un personaje que provoca gran ternura en el libro es el de la uzbeca Yulduz.

–Por mucho que yo insistiera, sí era verdad que éramos distintas. Esos días de vacaciones fueron su experimento de libertad y de “vivir a lo grande”. Con ella también aprendí todo lo que nos hacen perdernos los prejuicios, barreras que no nos protegen de nada. Yulduz sentía fascinación por todas las cosas que le enseñaba, como si fueran de otra galaxia: los tarros de Nescafé, los blísteres de las aspirinas...

–¿Qué trajo del viaje, más allá de un excelente formación como oftalmóloga?

–Mi hermana mayor, que tenía parálisis cerebral, murió con 11 años. Creo que eso me hizo asumir desde muy joven que la desgracia va a golpear, duramente, cuando menos te lo esperes, y no lo vas a poder evitar, así que has de procurarte lo bueno, porque si no la balanza se va a descompensar. La experiencia en Rusia me hizo abundar aún más en esto, en vivir en un estado puro, en toda su intensidad. Supe que no iba a volver a a España para inventarme una vida que no es la mía, algo que influyó muchísimo en que dejara la trayectoria en medicina, por ejemplo.

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