Tribuna Libre

La lluvia en la acera

Aquella fría mañana ella salió de su casa con prisa. Ésta era su casa, pero aquel día necesitaba la calle, espaciosa, con bullicio, llena de colores. Necesitaba todo el aire para respirarlo, sentir, como aquel frío que le helaba la cara, le iba calentando su corazón.

Cómo a cada paso que daba, la vida, en forma de lluvia lenta la reconfortaba, la hacía sentirse viva.

Caminaba sin paraguas pero no importaba, así, nadie de la poca gente que se cruzaba con ella por la acera podría diferenciar, si lo que mojaba su cara era el agua de la lluvia, o era un llanto persistente, que ella, aquella mañana, no quería dominar. Aquel llanto que guardaba hacía tanto tiempo, que no dejaba nunca que saliera al exterior. Aquel llanto salía libre, lento, sin amargura, aquel llanto fluía de lo más hondo de su alma, de sus entrañas, se confundía con la lluvia que caía mansa, fiel amiga aquella mañana en su compañía.

Con cada paso que daba hacia esos momentos de libertad, por cada poro de su piel, salían a borbotones tantos desengaños, tantas frustraciones, tantos sueños rotos; era verdad que todos estos sentimientos, estaban alojados en su pensamiento, que formaban parte de él. Parecía que habían comprado todas las entradas, en esta obra de teatro que era su vida. Pero también es verdad, que eran todas de segunda fila. En el escenario- en su alma- le dolía más el desencanto y la frustración, que sabía que se acumulaban en sus hijos, aquel no tener… aquellas necesidades afectivas, sin demostraciones, sin cariño, aquellos anhelos no compartidos, aquella necesidad… era lo que más sangraba dentro de su corazón.

Pero aquel día era diferente, aquel día, ella había tomado una decisión, por eso, este acariciante frío la envolvía, la hacía sentir libre de poder reir si quería, de poder andar despacio, o aprisa, si quería, ella podía decidir, ella, podía pensar. Mientras caminaba sintiéndose libre, notaba cómo su cuerpo se enderezaba, cómo su mirada, no sólo veía el suelo y en él siempre su frustración y su desengaño, sino, que con la vista alta, descubría la lejanía, el horizonte; que el espacio era grande y no sólo el metro y pico, que siempre veía desde sus ojos al suelo.

Al levantar la cabeza y elevarla sobre sus hombros, también descubrió las caras de la gente y aunque aquel día caminaban aprisa, a ella le gustó verlas y decidida, arrancando la voz de sus entrañas, a todos les fue deseando los buenos días y notó, cómo con cada persona que la miraba, ella se iba sintiendo, más y más viva.

Veía como su mente se desprendía de todo aquello, que no había llegado nunca a comprender, que siempre se preguntaba, por dónde habían entrado todas aquellas humillaciones, aquellas discusiones constantes, tan nuevas para ella y que veía con aquel dolor hondo, que ya formaban parte en la rutina de sus vidas, ¿por dónde se colaron?… ¡por dónde!...

Por dónde se habían instalado, cómo era posible oir cada día tantas sinrazones… tantas discusiones… tantas humillaciones… sentir tanto abandono… tanta soledad… Se hacía todas las preguntas cada día, pero poco a poco se fueron calmando las heridas, el paso del tiempo las amortiguó, ella las escondió en los rincones oscuros del recuerdo.

Y allí, por la calle, resurgió su yo más íntimo, el yo, que ella sabía que estaba latente en lo más hondo de sus entrañas. Y en aquella acera, bajo la lluvia, rodeada de gente desconocida y levantando la vista y llenándola de los colores de la vida, ella, tomó su decisión…

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