El poliedro

José Ignacio Rufino

El triste mirar de Amancio

Amancio Ortega, dueño de Inditex, se encarama a la segunda posición del ranking de personas más ricas de la Tierra.

SIN ánimo de caer en el cinismo, o sea, haciendo por un momento caso omiso de la principal lacra de la humanidad, la pobreza de millones de personas, debe de ser duro estar arriba en los índices de riqueza planetarios, e incluso de tu pueblo o de tu barrio. Los plutócratas tienen su corazoncito, y suelen ser objeto de la corrosiva envidia, y hasta de las aviesas intenciones de sicarios o secuestradores. No pueden ir tranquilamente a tomarse una tapa de ensaladilla y una cerveza al bar donde va usted tan pancho: alguien los braseará con el peloteo o, alternativamente, con peroratas infumables, y puede que hasta con insultos. Y esto vale tanto para el orbe completo y globalizado como para un pueblo, una ciudad o un país concreto. Deben cuidar, quizá hasta la obsesión y la esclavitud, de un patrimonio complejísimo, que no por ser más grande está más blindado -sino al contrario- que un sueldo fijo obtenido en una etiqueta de Nescafé o en una oposición. Una amiga suele decir que tener dos milloncitos de euros sí es ser rico (se imagina ella, claro, no es una afirmación contrastada o experimentada en carne propia, en su caso), pero que a partir de ahí la vida se te complica, y la vida es muy corta para estar sufriendo el síndrome de Mr. Scrooge o del Tío Gilito -la miseria espiritual llamada avaricia-, oler el fétido amor finalmente interesado de tus allegados. O la depresión que no respeta a mortal ubérrimo ni paupérrimo, que lleva de la mano un alto índice de suicidios, como sucedió con gente llamada Onassis o Agnelli. También, puede, la fatal angustia que lleva a darse un tiro al que, habiéndolo tenido todo, cae en la ruina. No es fácil, no debe de serlo. A veces nos gustaría estar en el lugar de Bill Gates, Warren Buffet o las Koplowitz, o que nos toque el bote del Euromillones. Pero mejor un par de milloncitos de euros, convengo con mi amiga, y buena parte en cuentas bancarias y en calcetines estratégicos.

Cabe conjeturar que va a ser por todo ello que, cuando esta semana hemos vuelto a saber que Amancio Ortega, dueño del Inditex que tan monos nos viste incluso careciendo de criterio, está echándole el aliento en la nuca al número uno de los ricos que son en el mundo, el propio Bill Gates, le vemos la cara triste al hombre. Lo cual tendrá que ver con la textura de sus carrillos, la caída y grosor de sus párpados y la estructura de su calavera -que la hay, también, debajo de la cara de Ortega-, e incluso con su condición de gallego de pro. Pero quiere uno ver melancolía en su mirada, morriña de su infancia en Tolosa, donde su padre era un ferroviario cuyo problema económico era estirar su sueldo para sacar adelante a su familia. Llenar el puchero; y no estar pendiente constantemente de la capitalización bursátil de sus inversiones, como hace sin remedio su creso hijo. Es en ese cambiante indicador financiero donde está la clave de los vaivenes en el ranking de la revista Forbes, y no en su yate Valoria o en sus palacios e hipódromos: esto es pecata minuta. Ahora, tío Amancio -es un decir con cariño; seguro que sus sobrinos viven mucho más tranquilos que él, dicho sea de paso- es el segundo de esta lista de hombres en apariencia como cualesquiera otros: enclenques y cortos de vista como Gates, gordo sin remedio a pesar de llamarse Slim (delgado en inglés) o de aire tristón y algo macilento como nuestro rico más rico, Amancio Ortega, quien, por cierto, no sólo nos dio el Zara que nos hace ponernos orgullosos en Milán o Nueva York al ver su flagstore de turno, sino que también suelta una pasta monumental para obras de caridad o filantropía (el término solidaridad lo dejo para otros que no se hayan hartado de él todavía).

Tags

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios