Economía

El sentido del déficit y el déficit sin sentido

  • El gasto público no supone ninguna solución en tiempo de crisis si el endeudamiento no se realiza de una manera consciente y razonable · El desequilibrio debería destinarse a incrementar la productividad

ADEMÁS de los perjuicios evidentes sobre la economía de las familias y de las empresas, las consecuencias de la crisis han alterado significativamente las cuentas del sector público. La concurrencia de una serie de circunstancias negativas ha disparado el desequilibrio entre el debe y el haber en las arcas de la Administración. Por un lado, los ingresos del Estado se han visto considerablemente mermados por la caída del consumo y de la inversión. Por el otro, el gasto en prestaciones se ha disparado a consecuencia del aumento del paro, y por la subsiguiente reducción de las cotizaciones a la Seguridad Social. Naturalmente, éste no es un fenómeno nuevo. De hecho, las oscilaciones periódicas de los ciclos económicos determinan que el déficit público se ensanche o se contraiga en función de cada coyuntura. Sin embargo, la gravedad de la situación actual ha propiciado que tanto la reducción de los ingresos como el aumento de los gastos hayan sido especialmente intensos.

Si hasta el año pasado todavía nos orgullecíamos en España del superávit de la Hacienda, en apenas unos meses la balanza se ha inclinado bruscamente del lado contrario. Una enumeración exhaustiva de las causas sería demasiado larga: lamentablemente, se han producido a la vez diferentes escenarios negativos, que no se quisieron o no se supieron prever con la antelación suficiente. La crisis del sistema financiero ha obligado a movilizar ingentes recursos para estabilizar el sistema. La explosión de la burbuja inmobiliaria, además de alimentar las filas del paro, ha cerrado prácticamente el grifo de la recaudación en muchos municipios. Para mantener la actividad en el sector de la construcción y paliar, en alguna medida, el aumento del desempleo, el Gobierno ha puesto en marcha un amplio programa de inversión pública. Etcétera, etcétera.

En definitiva, para 2009 se prevé un déficit público próximo a los 85.000 millones de euros (en torno al 8% del PIB). Para 2010 y 2011, las previsiones apuntan hacia un 10% del PIB. En esta dramática situación, que casi me atrevería a calificar como de economía de guerra, es evidente que todos los esfuerzos han de ir en dos direcciones: de una parte, tratar de aumentar los ingresos públicos y, de otra, minorar en la medida de lo posible los incrementos de los gastos. Ésta debería ser la estrategia, quedando para los debates de políticos y tertulianos la intensidad de las medidas o la prioridad en las actuaciones. Sin embargo, y desgraciadamente, parece que en España los implicados parecen estar más preocupados y ocupados en descalificar las propuestas del contrario, que en aportar racionalidad a la difícil situación (repito, de economía de guerra) en la que nos encontramos.

No cabe duda de que, una vez pasada la crisis (no me pregunten cuándo), una de las principales secuelas que nos quedará será la del desequilibrio en las cuentas públicas. Lógicamente, es en época de vacas flacas cuando se necesita tirar del granero para tratar de frenar, aunque sea parcialmente, la hemorragia. Sin embargo, estamos enfrascados en un recuento de cifras estéril, y nos olvidamos de que, en este caso, los aspectos cualitativos son mucho más relevantes que los meramente cuantitativos. El gasto público no supone, en sí, ninguna solución. El Estado debe endeudarse, pero de una manera consciente y razonable. A este respecto, se me viene a la memoria una vieja máxima de los hacendistas, que venía a decir algo así: la ineficacia es al gasto público lo que el fraude al ingreso. Es decir, gastar de forma ineficaz supone un "delito" equiparable al de fraude fiscal.

La eficacia en el gasto no sólo hay que juzgarla en función de la idoneidad de los objetivos para los que se destina, sino que también es necesario comprobar si los medios empleados son proporcionales a los resultados obtenidos. Es decir, que no basta con hacer unos prepuestos voluntaristas, sino que hay que evaluar las actuaciones llevadas a cabo, hacer un balance de las obras acometidas. Pero, curiosamente, la valoración de resultados es una práctica inexistente en política, la cual discute y negocia hasta la saciedad los presupuestos (es decir, la promesas de lo que van a hacer), pero nunca se detiene en valorar el grado de ejecución de las partidas proyectadas (y anunciadas, según los casos, a bombo y platillo). Es algo así como si a las empresas se les asignaran los beneficios por los planes de ventas, sin tener en cuenta los resultados al final del ejercicio.

La economía española presenta uno de los niveles de productividad más bajos de Europa, por lo que el esfuerzo del gasto público debería orientarse prioritariamente hacia la mejora de la competitividad. Para lograr ese objetivo, el enorme gasto público que estamos acumulando debería emplearse, además de en estimular la demanda, en la mejora de nuestras infraestructuras, en el aumento del stock de capital público y privado, en elevar el nivel de educación y formación de nuestros trabajadores, en el desarrollo de programas de investigación, etcétera. Sólo así estaremos en mejor situación competitiva cuando pase la crisis, y el endeudamiento habrá merecido la pena. Y, sin embargo, parece que la mayoría de las medidas que se están tomando atienden sólo a la urgencia de lo inmediato, por lo que, a la salida del túnel, seguiremos mostrando los bajos niveles de productividad que tenemos en la actualidad. Para evitarlo, es el momento de preguntarnos no sólo cuánto debemos gastar, sino en qué y cómo.

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