Rogelio Velasco

El legado de la Gran Recesión

La crisis cambió nuestras vidas de manera fundamental: muchas personas tiene hoy un salario más reducido y ha empeorado la calidad de sus puestos de trabajo respecto a la situación previa

Fueron muy pocos los economistas que previeron la Gran Recesión y dieron la voz de alarma. Incluso aquellos que lo hicieron, no contemplaban la profundidad que ha tenido, ni tampoco las consecuencias duraderas que ha generado.

Los modelos económicos que se han utilizado durante décadas, se mostraron poco útiles tanto para analizar como para recomendar guías a la política económica. De manera inesperada, la crisis se transformó en una gran recesión.

La crisis ha cambiado nuestras vidas de una manera fundamental. Los salarios de muchas personas son hoy menores y la calidad de los puestos de trabajo más reducida de lo que habrían sido si la crisis no hubiese mediado. La protección social no ha sido suficiente para contener este proceso, aunque la haya paliado. Esta pérdida de renta no ha afectado sólo a los más pobres; la amplia clase media ha visto también sus salarios reducidos. Sin embargo, las rentas del 10% con mayor nivel de renta han aumentado sus diferencias con el resto de la población. El índice de Gini también lo ha hecho.

En un mundo con crecientes divergencias de renta y en el que el Estado se muestra incapaz de revertir este proceso, se abre también una gran brecha entre las personas en la manera de entender ese mundo y se buscan opciones nuevas y alternativas. Se crean nuevos partidos políticos radicales y populistas, que se orientan hacia el nacionalismo, el proteccionismo y el aislamiento. En este nuevo escenario, la gente pierde la confianza en las instituciones tradicionales. Una encuesta de Gallup para la OCDE, nuestra cómo en la mayoría de los países, la gente ha perdido la confianza en los gobiernos durante los años de crisis.

Paralelamente, una de las manifestaciones económicas más significativas de los últimos diez años, ha sido el desplazamiento del capital físico por el conocimiento y los datos. Este cambio ha sido extraordinariamente rápido y continuamos viviéndolo con toda la intensidad. Las siete mayores compañías por capitalización bursátil, son empresas que apenas poseen activos físicos. Apple, que apenas tiene activos materiales, vale 3 veces mas que la petrolera ExxonMobil, que cuenta con un muy elevado nivel de reservas de petróleo y otros activos físicos.

En la economía actual, los activos intangibles explican el valor de las empresas. Actividades de I+D, diseño, desarrollo organizacional o reconocimiento de marca, valen más que fábricas y máquinas. Nuevas tecnologías –especialmente las involucradas en la transformación digital– están modificando profundamente la manera como trabajamos. La robotización es ya una realidad que está desplazando del mercado de trabajo a miles de empleados. Las aplicaciones del blockchain van a transformar miles de procesos de certificación, validación o aseguramiento que actualmente se llevan a cabo de forma manual. Es cierto que estas nuevas tecnologías crean muevo empleo. Sin embargo, y como ha ocurrido en la historia con muchas otras innovaciones tecnológicas, a corto plazo, el efecto sobre el empleo es negativo, al destruirse más empleo en las viejas actividades que se crean en las nuevas.

En este contexto, se han creado puestos de trabajo en los países de la OCDE y la mayoría muestra tasas de empleo iguales o superiores que antes del inicio de la crisis –España es de la pocas excepciones–. Pero esos empleos están, con carácter general, peor pagados y muchos de los asociados a la nueva economía, son precarios. Trabajan por horas, días o semanas, sin ninguna expectativa de estabilidad. Se ha producido, adicionalmente, un desplazamiento a gran escala del empleo creado para personas maduras hacia las más jóvenes. Los primeros, no son capaces de adaptarse a las últimas herramientas de internet para desarrollar una nueva actividad profesional, mientras que los segundos se han educado en un entorno digital.

A pesar de estas profundas transformaciones en el funcionamiento de las economías, tanto los gobiernos como las políticas económicas que se ponen en práctica, reflejan una visión de la economía que recuerda el estado de cosas que había antes de la crisis, sin que muestren una orientación hacia un presente y un futuro diferentes. Los principales objetivos perseguidos por las autoridades, ha sido –y continua siendo– estabilizar el sistema financiero y recuperar los impulsos expansivos de la demanda, inicialmente adoptando duras políticas de ajuste que exacerbaron el desplome de la actividad, para pasar posteriormente –y en la actualidad– a políticas fiscales algo más laxas que permitieran restablecer el crecimiento mientras se contenía el déficit público.

Al mismo tiempo, todas las herramientas disponibles de los bancos centrales, se pusieron al servicio para rescatar del colapso al sistema financiero, utilizando tanto compras a una enorme escala de títulos públicos y privados, como reduciendo los tipos de interés a cero. Y en un intento de evitar futuras crisis bancarias, se han introducido nuevas y complejas regulaciones financieras cuyos resultados están todavía por ver. Hay que decir claramente, que la crisis que hemos padecido, la Gran Recesión, fue el resultado de fallos del mercado a gran escala. Las consecuencias económicas y sociales están estimulando movimientos populistas y nacionalistas que representan un peligro aún mayor para impulsar nuevas oportunidades y una distribución más equitativa de la renta.

Pero a pesar de este reconocimiento, poco se ha hecho. Hay que llevar a cabo reformas institucionales. Revisar los aspectos fiscales del endeudamiento de empresas y familias, que permite a aquellas pagar muy pocos impuestos, modificar los incentivos personales que tienen los ejecutivos, elevar los requisitos de capital para los bancos o combatir con nuevas regulaciones el poder de monopolio de muchas grandes empresas en el mundo occidental, son algunas de las medidas adecuadas. Esperemos que no sea demasiado tarde.

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