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La deuda pública que viene

La deuda pública que viene

EN realidad, la deuda ya está aquí. Lo que sucede es que hasta el momento, bien porque la situación lo requería, bien porque las condiciones financieras e institucionales lo permitían, no hemos prestado suficiente atención al asunto. En efecto, el cierre de la actividad económica durante la pandemia, con la consiguiente necesidad de sostener rentas, disparó las necesidades financieras de las administraciones públicas y con ello el recurso al endeudamiento. En paralelo, las reglas fiscales se suspendieron en la Eurozona, al tiempo que el Banco Central Europeo mantuvo, e incluso reforzó, su programa de compras masivas de deuda pública.

Dados estos mimbres, el resultado para una economía como la española, con insuficiente margen fiscal para pisar el acelerador de políticas fiscales expansivas, no podía ser otro que el incrementar su deuda pública en relación a la renta nacional. De ahí ese, aproximadamente, 120% que ahora representan los pasivos financieros de las administraciones con respecto al PIB.

Con otras palabras, no es un resultado que en principio nos deba sorprender. Más allá, por supuesto, de la constatación harto conocida de que los gobiernos españoles no aprovecharon los años de crecimiento para reducir de manera significativa el endeudamiento con el que salimos de la Gran Recesión. Suele hablarse demasiado del carácter anticíclico que ha de inspirar el diseño de la política fiscal pero olvidamos con frecuencia su necesaria y razonable simetría.

Los gobiernos son impelidos a gastar con cierta alegría y/o bajar impuestos cuando el ciclo económico adopta un perfil recesivo. Pero cuando las arcas públicas se llenan con facilidad por el funcionamiento de los llamados estabilizadores automáticos, conviene frenar gasto y no emprender rebajas fiscales. Salvo en Andalucía, donde el funcionamiento de las leyes económicas es tan especial que nos permitimos iniciar una rebaja “masiva” de impuestos (Junta de Andalucía dixit) con expectativas de fuerte crecimiento económico.

El caso es que estamos donde estamos y, además de enfrentarnos a lecciones ya conocidas pero no aprendidas (¿cabe esa paradoja?), ahora toca preocuparse por el paisaje que se atisba en el horizonte. Porque, si me apuran, lo relevante no es tanto un determinado nivel de deuda en un momento dado sino más bien la dinámica que se espera para los próximos años. Y ahí los ingredientes a los que deberíamos prestar atención son varios.

En primer lugar, cabe esperar una normalización gradual de la política monetaria en la zona euro. Sus principales motivaciones serían neutralizar posibles tensiones inflacionistas y recuperar un cierto margen de actuación y tensión, dada la prolongada laxitud de los últimos años. Eso significará una progresiva subida de los tipos de interés, que ya se empieza notar. Para los países más endeudados, aunque hayamos aprovechado los momentos de dinero barato para tomar prestado en buenas condiciones, el nuevo contexto supondrá una mayor presión sobre nuestras cuentas; la renovación de nuestras deudas se tornará más cara si no adelantamos amortizaciones.

En segundo lugar, tarde o temprano, habrá que regresar a las reglas fiscales. De una u otra forma, con un ritmo más o menos intenso, ello nos obligará a reducir nuestro nivel de endeudamiento. Es la opción menos mala en una zona monetaria como la del euro, en la que compartimos moneda con países más productivos y gobiernos menos endeudados que los nuestros. Conviene que nos impongamos esa autodisciplina porque la alternativa no pintaría muy bien: dejar exclusivamente al albur de los mercados financieros la forma de decirle a los políticos que deben tomar decisiones de gastos e ingresos consistentes en el tiempo.

Y en tercer lugar, aunque esas restricciones institucionales invitan a disciplinarse de manera más suave de lo que lo harían los mercados, estos no deben perderse de vista. La credibilidad de nuestras finanzas públicas se evalúa también por quienes nos prestan dinero y, en ese contexto, contar con un plan de consolidación fiscal se revela como crítico. A diferencia de los dos factores anteriores, que en sentido amplio escapan de la influencia directa del Gobierno, un programa de sostenibilidad a medio y largo plazo sí se encuentra bajo nuestra exclusiva responsabilidad.

Desde que se suspendieron las reglas fiscales en 2020, tanto el Gobierno central como las comunidades autónomas vienen incumpliendo en este ámbito la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEPSF). Ésta mandata la elaboración de un plan de reequilibrio cuando se activa la cláusula de escape, como es el caso. Tanto el Banco de España como la Airef vienen reclamándolo de manera insistente pero el resultado es el mismo de quien predica en el desierto. Si la credibilidad de la LOEPSF ya estaba herida antes de la pandemia, ahora está en muerte cerebral.

No se trata, como se ha repetido hasta la saciedad, de poner ya en marcha medidas de consolidación fiscal. Lo primero es contar con un plan, aunque sea contingente a las circunstancias cambiantes en que vivimos el presente. La incertidumbre no puede ser una excusa sino, precisamente, lo que debe abordarse con responsabilidad. Como decía antes, en la gestión de la deuda pública es vital convencer a quien te presta de que podrás devolverle el dinero. Y sin un plan viable y creíble a medio plazo, ese reto se antoja muy difícil.

Conviene recordar lo que ya sabíamos desde que comenzamos con el euro y tuvimos la oportunidad de comprobar hace una década. En una unión monetaria como la Eurozona, si las políticas fiscales no se coordinan (o la capacidad fiscal de la Unión Europea es insuficiente, como es el caso) y algunos países muestran niveles excesivos de endeudamiento, el estigma de los mercados y los riesgos de ruptura pueden resultar muy dolorosos para algunas sociedades.

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