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Economía

No se aprovecharon las oportunidades

  • La odisea de la economía andaluza en diez años en los que no se aprovecharon las oportunidades.

SI pudiésemos hacer abstracción de lo que la crisis económica nos está deparando, el balance de la primera década de la economía andaluza sería satisfactorio. Así lo constatan los principales indicadores económicos: el Producto Interior Bruto (PIB) ha aumentado un 26% en términos reales desde el año 2000, superando al crecimiento del PIB español (23,2%) y de la UE (13,9%). La renta per cápita de los andaluces (17.485 euros) ha aumentado los diez últimos años más intensamente que la media española, aunque sigue siendo un 23,6% inferior a ésta.

El número medio de personas ocupadas ha pasado de 2,28 millones en 2000 a 2,86 en 2010, un aumento (25,3%) también superior al de España y la Unión Europea. La dotación de infraestructuras ha mejorado sensiblemente (carreteras, vías férreas, puertos, aeropuertos, telecomunicaciones, energéticas), como también lo han hecho los equipamientos colectivos. Los indicadores educativos ponen de manifiesto un significativo aumento en el número de egresados de las universidades y de formación profesional. Y el número de empresas ha aumentado un 32,4% los diez últimos años.

Sin embargo, a nadie se le escapa que este positivo balance se debió a la evolución de la economía regional hasta 2008, mientras que desde entonces estamos sufriendo una aguda crisis que ha provocado la disminución del PIB y de la renta per cápita, el cierre de 24.236 empresas, el aumento del número de parados hasta 1.129.500 (28,5% de la población activa), el aumento de la pobreza, restricciones de crédito y un elevado endeudamiento.

Este deprimido panorama nos tiene sumidos en el pesimismo, y el infundado triunfalismo gubernamental de un pasado reciente, en el que se enarbolaban sin pudor eslóganes triunfalistas (Andalucía imparable, La locomotora de Europa), expresan patéticamente en el presente la inconsciencia colectiva expresada por nuestros responsables políticos. Y es que la crisis que estamos sufriendo es la consecuencia de los excesos del pasado, que nos permitieron efímeros años de gloria.

La crisis financiera internacional que se desencadenó a partir del verano de 2007 con el hundimiento de las hipotecas subprime, y que se agudizó a partir del mes de septiembre de 2008 con la quiebra del banco de inversiones Lehman Brothers, precipitó la crisis económica en España y Andalucía, con sus secuelas de restricciones crediticias, reducción del consumo e incertidumbres paralizadoras de la actividad económica.

Pero, aunque estos hechos no hubiesen ocurrido, la crisis se habría desencadenado en Andalucía (posiblemente con más retraso y menos abruptamente) por la insostenibilidad del patrón de crecimiento que nos habíamos dotado desde la mitad de la década de los noventa.

En efecto, como puede apreciarse en el gráfico adjunto, la evolución de la economía andaluza se caracterizó por un desequilibrio creciente entre la renta que generábamos y el gasto que realizábamos en consumo e inversión. Este desequilibrio ha tenido que ser financiado externamente, en parte con transferencias desde la Unión Europea y del resto de España por nuestro menor nivel de renta, y en otra parte creciente endeudándonos con el extranjero para mantener nuestro expansivo estilo de vida.

La inconsistencia del patrón de crecimiento también es constatable desde el lado de la oferta, pues el aumento del PIB se basó casi exclusivamente en aumento del empleo, mientras que la productividad no aumentó en los años de expansión. El estancamiento de la productividad, unido a una inflación más alta que la de nuestros socios y a un crecimiento diferencial de los costes laborales, determinó una notable pérdida de competitividad de la economía andaluza.

Estos hechos son coherentes con la especialización del crecimiento regional en sectores como la construcción (el sector llegó a alcanzar el 13,1% del PIB frente a la media europea del 6,4%), las actividades inmobiliarias, los servicios al consumo y los servicios públicos. Todos ellos orientados al mercado regional básicamente, mientras que aumentaba nuestro déficit exterior.

Si bien no todos los andaluces tenemos la misma responsabilidad con esta dinámica económica tan poco sensata, los agentes económicos han contribuido a ella en mayor o menor medida. Muchas empresas realizando inversiones de dudosas rentabilidad y aumentando sus gastos corrientes; en particular, el sector inmobiliario atrajo a nuevos agentes al calor de rentabilidades exuberantes no frenándose ni cuando el exceso de oferta de viviendas era evidente.

Muchos ciudadanos se entregaron a un consumismo enfebrecido y se hipotecaron con inversiones inmobiliarias que exigían rentas futuras de dudosa percepción. El sistema financiero fue un colaborador necesario en la expansión del consumo y la inversión, proporcionando una financiación, no siempre razonable, facilitada por los bajos tipos de interés y la cobertura del euro, lo que permitió la refinanciación en los mercados internacionales.

Y las administraciones públicas contribuyeron cebando la bomba: todas se atribuían el éxito de la expansión económica y de la creación de empleo, y aumentaban sus presupuestos sustentados en los mayores ingresos tributarios, parte de ellos efímeros al proceder del negocio inmobiliario. El aumento del gasto público se tradujo en inversiones no siempre justificadas y en un extraordinario aumento del empleo público, para dar satisfacción a la demanda de servicios públicos de una población alentada en la exigencia de crecientes derechos sociales.

En este marco expansivo es comprensible que se produjese cierta dejación de las responsabilidades individuales hacia un sector público sobreprotector, la ausencia de rigor en las proyecciones económicas particulares y colectivas, la minoración de la cultura del esfuerzo y el aprecio por el enriquecimiento fácil.

Estas circunstancias han impedido que aprovechemos suficientemente la larga fase de expansión económica para dotarnos de una base productiva (capital físico, humano y tecnológico) sobre la que asentar un patrón de crecimiento sostenible y, en consecuencia, nos encontramos en el inicio de una nueva década más desalentados que a comienzos del siglo.

Aún inmersos en la fase recesiva, con un elevadísimo nivel de paro y de endeudamiento, las perspectivas de crecimiento son modestas, las transferencias del exterior tienden a decrecer, las administraciones públicas regionales son reticentes a abordar las reformas y ajustes necesarios y la dinámica mundial, especialmente de los países emergentes, se caracteriza por un aumento de la competencia, mientras nuestro tejido productivo, muy volcado en los mercados locales, tiene notables restricciones competitivas.

Pero no es el fin del mundo. Nos encontramos sumidos en la crisis más profunda desde la transición democrática, pero nuestra renta per cápita sólo ha disminuido un 6,5% (al nivel de 2004), y muchas de las mejoras en las dotaciones factoriales (infraestructuras, equipamientos, formación, empresas) siguen disponibles para utilizarlas productivamente.

Por tanto, de lo que se trata es de abordar con la mayor urgencia los ajustes y reformas necesarias para retomar una senda de progreso con más rigor que en la última fase expansiva.

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