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Agricultura y pesca

Productos andaluces en Estados Unidos

Eduardo Jordá

Escritor

Durante cuatro meses he vivido en una pequeña ciudad universitaria del centro de Pensilvania, en el noreste de Estados Unidos. Y cada vez que iba a una de las dos grandes superficies que había en la ciudad -el Walmart y el Giant-, siempre me ponía a buscar productos andaluces, en parte por curiosidad y en parte por necesidad (soy adicto, me temo, al aceite de oliva virgen). En los primeros días, acostumbrado a las campañas publicitarias en las que se nos asegura que nuestros productos se han hecho famosos en el mundo entero, pensé que me sería fácil encontrar no sólo aceite de oliva andaluz, sino también quesos de toda Andalucía y los famosos productos del cerdo ibérico, de los que se nos decía en los informativos autonómicos que cada vez contaban con más aceptación en el mercado exterior. Así que empecé mis batidas por el Giant y el Walmart convencido de que no me resultaría difícil encontrar lo que buscaba: un surtido mínimo para invitar a mis compañeros de trabajo a una especie de "cena andaluza".

Pero poco a poco fui descubriendo que aquello era imposible. En los dos hipermercados de Carlisle se vendía mucho aceite de oliva, que incluso se anunciaba con rótulos especiales en algunas góndolas situadas en lugares preferentes, ya que muchos americanos están empezando a adoptar la dieta mediterránea para combatir la obesidad que se está apoderando de una gran parte de la población (una de las imágenes más siniestras de América es la de los obesos mórbidos que ya no pueden trabajar y ni siquiera se atreven a salir de sus casas, por miedo a despertar las burlas o la lástima de sus conciudadanos, así que se ven obligados a hacer sus compras muy tarde por la noche, casi a escondidas, como si estuvieran infringiendo alguna ley que les afecta sólo a ellos, porque se reúnen en las grandes superficies a la hora en que casi no quedan clientes, de manera que uno se va cruzando por los pasillos vacíos con unas sombras gigantescas que se bambolean detrás del carro de la compra y hacen retumbar los estantes y respiran como si se estuvieran asfixiando y a menudo van hablando solas, y que en los casos más tristes forman una familia entera: padre, madre y dos hijos, por ejemplo,  sumando una tonelada de peso entre todos, y cuando uno se cruza con una familia así, empieza a preguntarse en qué círculo del infierno se ha perdido).

Por supuesto que esas familias no habían probado el aceite de oliva ni habían oído hablar de él, pero eso era justamente lo que atraía a los demás americanos que intentaban mantener una buena forma física, y por eso el aceite de oliva se anunciaba con grandes letreros y con reclamos especiales. Pero el problema es que todo el aceite de oliva que se vendía era de marcas italianas: Filippo Berio, Bertolli, Colavita… Una vez logré encontrar una botella de aceite que exhibía la palabra "Spanish" en la etiqueta, pero al leerla bien sólo pude comprobar que era "Aceite de aceitunas españolas", sí, aunque había sido embotellado por una marca americana. Y otro día, cuando busqué vinagre de Jerez, sólo logré encontrar dos botellines de vinagre italiano y uno francés. Y peor aún, tampoco logré encontrar aceitunas andaluzas. Recorrí pasillos, escudriñé exhibidores, pregunté a los empleados. Todo el mundo se encogió de hombros y puso cara de no enterarse de nada, como si le hubiera preguntado la distancia exacta de la Tierra a Marte.

 Y algo parecido me ocurrió en la tienda de licores donde compraba el vino. Allí pude encontrar botellas de jerez y de manzanilla, pero estaban mezcladas con las botellas de oporto en un estante que parecía una especie de lugar al que habían ido a parar todas las botellas que nadie sabía identificar. Había estantes diferenciados para los vinos chilenos, sudafricanos, australianos, italianos, franceses o californianos. Pero no había ningún estante para los vinos andaluces ni tampoco para los españoles. Un día le pregunté al encargado si conocía los vinos tintos de Málaga o de Cádiz o de la sierra norte de Sevilla. El hombre tenía una vaga idea, pero no había conseguido probarlos.

Sólo una vez, cuando fui a cenar a casa de una pareja de profesores jubilados de español, me regalaron un paquete de tortas de aceite de Castilleja de la Cuesta. Y cuando les pregunté, muy sorprendido, dónde habían encontrado aquel milagro, me dijeron que había una tienda a unos cuarenta kilómetros donde se podían encontrar toda clase de productos españoles. Ya sé que no ocurre lo mismo en las grandes ciudades, ya que en Nueva York, Los Ángeles o Chicago es bastante sencillo encontrar productos andaluces en las tiendas de alimentación más sofisticadas. El problema es que Andalucía es una potencia agrícola y ganadera que no debería conformarse con las tiendas sofisticadas. Y una comunidad como la nuestra debería poder vender sus productos en los lugares donde compra el americano medio, ése que se cruza, de noche, cuando no hay clientes, con los obesos mórbidos que nunca han oído hablar del aceite de oliva.

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