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Tribuna Económica

Joaquín Aurioles

Argentina, tiempo de gobernar

Argentina está otra vez en crisis y el relato es similar a las anteriores: una perturbación externa que se ensaña con especial crueldad en ese país. Lo curioso de Argentina es que las peores crisis han coincidido con etapas de gobierno razonablemente responsables. Incluso la de 2001, la del corralito, uno de cuyos detonantes fue la crisis del real brasileño. Antes, en 1991, Argentina había fijado el cambio del peso al dólar y comenzó a crecer y a controlar la inflación, aunque siempre bajo la amenaza del descontrol de las cuentas públicas y la pérdida de competitividad. A finales de 2001, con la economía desplomada, la defensa del peso resultaba inútil e insostenible, por lo que en febrero de 2002 entró definitivamente en flotación.

Los años siguientes fueron dramáticos para la población empobrecida, pero se tuvo la entereza suficiente para iniciar un lento proceso de recuperación, aunque periódicamente salpicado por shocks externos. Los más crueles fueron los de 2014, cuando el anuncio de restricciones monetarias en Estados Unidos provocó la huida de capitales de las economías emergentes y cuando el juez Griesa dictó sentencia a favor de los fondos-buitre norteamericanos que habían adquirido a precio de saldo una pequeña parte de la deuda argentina y se negaban a participar en el acuerdo de reestructuración alcanzado con la mayoría de los acreedores. Básicamente vino a señalar que no podría tocarse un solo dólar de los 539 millones depositados en el Bank New York Mellon para el pago, si antes no se liquidaba por completo la deuda con los que habían rechazado participar en la reestructuración.

La crisis actual se origina nuevamente en Estados Unidos y discurre previamente por Turquía y Brasil, antes de ensañarse otra vez con Argentina. La tensión venía cociéndose desde la primavera, cuando la inestabilidad cambiaria provocada por la subida de tipos en Estados Unidos obligó al Banco Central a vender dólares y a subir los tipos de interés para frenar la fuga de capitales. Con la inflación descontrolada y cuatro meses de crecimiento negativo, el gobierno de Macri se ha visto forzado a redoblar esfuerzos y a plantear nuevos ajustes fiscales, a elevar el tipo de interés hasta el 60% y a aumentar el coeficiente de reservas bancarias. Cabe alegar, en su defensa, la dificultad de navegar entre tormentas que vienen de fuera y la herencia envenenada del populismo del anterior gobierno, pero la impresión es que no consigue dar con la tecla.

Los que conocen bien la economía argentina dicen que la única vía para resolver el problema de la fragilidad de sus defensas frente a perturbaciones es reducir la dependencia exterior de la economía, pero que ello exigiría más sacrificios a una población extraordinariamente maltratada en lo que va de siglo. Nadie dijo que gobernar fuese fácil, ni que existan fórmulas mágicas para que los problemas de fondo se resuelvan en poco tiempo y sin sacrificios, pero las recetas populistas son todavía peores. Culpar al resto del mundo, negarse a pagar las deudas o pretender resolverlo todo con más endeudamiento, no solamente no es solución, sino que probablemente lo empeore todo.

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