El diario de Próspero

La lengua afilada o una escena en la periferia

  • En pleno auge del debate en torno al acento andaluz, su oportunidad y su razón, cabe volver a preguntarse sobre su sentido en el teatro como reivindicación, distinción, signo de rabia o impostura

La Zaranda: el andaluz y lo andaluz como mecanismo espiritual.

La Zaranda: el andaluz y lo andaluz como mecanismo espiritual. / Efe

Recientes el 28F y todos los debates, renovados cada año, en torno al acento andaluz, su idoneidad y su defensa (para que no quedara, la Junta optó este año por un vídeo promocional de la efeméride pronunciado con el más escrupuloso acento de Valladolid), cabría preguntarse, otra vez, por el teatro dicho en andaluz y por la razón y el sentido de una escena alzada con esta particularidad. Si en la reivindicación del habla andaluza en pro de su dignidad y pertinencia respecto a otras modalidades del castellano hay un caballo de batalla presente, ése es, sin duda, y todavía, el del teatro: durante muchos años hemos escuchado testimonios de actores andaluces que, al desplazarse para desempeñar su oficio en la capital del reino, han sido de inmediato conminados a eliminar los rasgos propios del acento andaluz y a adoptar el consabido registro neutro que pasa, más o menos, por evitar seseos y ceceos y dejar las eses finales bien marcadas. Cierta lógica invitaba a pensar que el paso del tiempo rebajaría la gravedad de este requerimiento hasta la asunción del acento andaluz, al menos en sus hechuras menos exóticas, con naturalidad; pero lo cierto es que la cuestión apenas se ha modificado, en parte por la influencia del cine y sobre todo de la televisión, donde el acento andaluz es a día de hoy una cuestión reservada a clases sociales y arquetipos bien definidos. El habla andaluza es en la escena una excepción contemplada, únicamente, para personajes, situaciones y clichés netamente andaluces, como si fuera de los mismos el acento que aquí nos ocupa constituyese una anomalía a evitar. Si en una producción, digamos, comercial, alguien habla andaluz, lo hace por un motivo: su origen saldrá a relucir en algún momento como pieza argumental necesaria o, al menos, intencionada. Pero cuando no tiene sentido que un personaje hable en andaluz, no lo hace. Y sí: semejante calidad excepcional entraña un prejuicio. Cuando cierto crítico afeó a Samuel Beckett que sus personajes se expresaran como catedráticos, el irlandés respondió: “¿Y quién dice que no lo sean?” Con el acento andaluz sucede lo mismo a estas alturas: las reglas del juego se resisten a aceptar su gratuidad.

Salvador Távora, in memoriam. Salvador Távora, in memoriam.

Salvador Távora, in memoriam. / Juan Carlos Vázquez

Lo más curioso del caso es que todo esto se puede decir del teatro andaluz. O, para ser precisos, del teatro hecho en Andalucía. Pioneros como Salvador Távora y el Teatro Estudio Lebrijano adoptaron el acento andaluz como instrumento favorable a la tragedia en la cristalización de una expresión colectiva. Después, compañías como La Zaranda y El Mentidero hicieron del habla andaluza el caudal perfecto para su expresión poética, desde una conciencia plena de la periferia pero con una aspiración universal: y conviene recordar que pocos modelos del teatro español del último siglo presentan una síntesis tan equilibrada entre lo que se dice y cómo se dice como La Zaranda, en la que el acento andaluz sirve de verdadero mecanismo espiritual. En las últimas décadas, compañías como Trasto Teatro de Raúl Cortés (una experiencia que ha encontrado su continuidad ahora en la Compañía Periférica) y el Teatro a la Plancha de Selu Nieto han seguido la escuela de La Zaranda con el acento andaluz como herramienta para la articulación de una dramática distinta, de alcances políticos y estéticos bien definidos. De modo que tenemos un teatro andaluz que, en virtud de su definición, se sigue expresando en andaluz, aunque habría que tomarse con cuidado la identificación inmediata del teatro andaluz con el teatro dicho en andaluz, porque la relación no siempre es evidente (pienso en una compañía como El Espejo Negro, que se expresa abiertamente en andaluz si bien su impronta escénica no se ajusta precisamente al ideal previsto en el teatro andaluz). Es decir, tenemos una realidad teatral en la que el andaluz, y seguramente lo andaluz, ejerce su función de médula espinal consciente de sí. Lo que no tenemos es un teatro comercial, de repertorio, algo parecido tal vez a lo que Peter Brook llamó teatro muerto, en el que el andaluz suceda porque sí, como una manifestación más del lenguaje oral, sin más intención. O un teatro, por qué no, en el que personajes como Yago, Willy Loman o Segismundo se expresen en andaluz y no pase nada. Pienso, de hecho, en la oportunidad perdida que entrañó el Siglo de Oro para una institución como el Centro Andaluz de Teatro, que pudo haber demostrado hasta qué punto las mejores obras del teatro español en verso suenan con más propiedad en andaluz. Otra vez será. O no.

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