De libros

La última gata de Italia

  • Malaparte viaja de la afección al odio en un doble retrato de su relación con Mussolini y de los mecanismos idiosincrásicos que le llevaron al poder.

Muss / El gran imbécil. Curzio Malaparte. Sexto Piso Editorial. Barcelona, 2013. 148 páginas. 17 euros

Como tantas otras, la vida de Curzio Malaparte fue pendular. Bravo y comprometido, íntegro y salvajemente cristalino, el escritor italiano comenzó en un extremo ideológico, el Partido Nacional Fascista, para acabar en la orilla presuntamente antagónica del comunismo. El díptico Muss/El Gran Imbécil constata ese alejamiento paulatino del lecho original a través de la relación de amor y sobre todo odio que Malaparte mantiene con Benito Mussolini, el dictador más madrugador del triángulo del horror que compuso junto a Hitler y Franco.

Mussolini es primero Muss, un ensayo más exacto, más prolijo, más académico si se quiere, y después El Gran Imbécil, relato y parábola, densidad y poesía, literatura antes que torrente fáctico. La primera mitad del libro es sencillamente mágica. Malaparte vuela a la altura de los mejores, de Zweig y Böll, de Kapuscinski, Calvino, Gogol y Orwell sin dejar de ser siempre él mismo, una voz independiente y encendida, irónica, implacable. Es la tinta de un estilo construido sobre la integridad de un hombre no en relación con los valores universales de su tiempo sino con los libremente elegidos para ser y pensar.

Porque Malaparte fue fascista. Porque inicialmente vio en Mussolini a un salvador, a un guerrero, a un italiano que compendiaba las virtudes y defectos de todos sus compatriotas y que por eso estaba preparado para llevar al país a la cima de la montaña. Pero antes que fascista Curzio era libre. Y escribía sin trabas ni pestañeos. Es esa libertad el motor de sus enormes reflexiones y también de su anecdotario. Ejemplos. "Un imbécil a caballo es siempre más ridículo que un imbécil a pie. El Gran Imbécil a caballo era el más arrogante, grueso y estúpido que haya nunca montado en silla alguna". "El pueblo italiano siempre ha despreciado a los hombres que no son sino hombres: es un pueblo que está siempre a la búsqueda de Dios". [El problema es que Mussolini intentó ser Dios por ley, e Italia no entiende de imposiciones en este campo. Los héroes y los santos nacen solos]. "Mussolini es ciertamente un gran hombre, si por grandes hombres se entiende a hombres del género de Mussolini (cardenal Gasparri)". "Mussolini, que posee, sumamente desarrolladas, la astucia y la falta de escrúpulos que tan a menudo reviennent a la historia de las servidumbres políticas de Italia, se ha revelado como un táctico de primer orden haciendo que vuelva a salir a flote el turbio fondo de fanatismo que apesadumbra y oscurece la conciencia de las masas católicas". Etcétera.

Malaparte habla de su desproporcionado tafanario, del tumor amarillento en el cogote, de esa mirada esquiva tan impropia de quien acapara el poder, de su torpe caminar, de la papada, de la cobardía, de su nulo sentido del humor, pero no olvida hacerle un hueco a la piedad en un pasaje -real o ficticio, es difícil saberlo- donde se reencuentra con Mussolini en la morgue de Milán. Sin la Petacci, solos ellos, en el silencio y la frialdad del azulejo blanco, del formol, de la rigidez post mortem. Es entonces cuando el autor tiembla, cuando llora y se marea, cuando describe magistralmente los ojos de un cuerpo sin vida, ojos de perro, ojos que encierran un brillo profundo, remoto y nítido, el brillo de la culpa ajena, de los otros, de los verdugos.

No importan las circunstancias bajo las que se parió Muss. Encarcelado, amnistiado, exiliado y vuelto a encarcelar, Malaparte interrumpió habitualmente sus trabajos, rematados a retales y empujones con un resultado inalterable: ochenta páginas al cielo. La brillantez.

El Gran Imbécil supone un cambio de registro radical. La Historia deja paso a la historia. Malaparte viaja a su Prato natal, describe a los lugareños, explica el juego de la gata (sin duda lo mejor de esta segunda parte) y convierte a Mussolini en una caricatura, en una diana de la Italia maltratada que se venga más desde la preservación del humor pese a la humillación que desde el odio puro y duro al emperador. Su prosa pierde luz, percute, avanza plomiza, a veces despista, aunque sin perder la pátina de los grandes escritores italianos, un cierto aroma imputable a tipos como Pavese.

En agosto, por San Roque, en el Prato, los lugareños celebran una fiesta. El barrio de San Rocco se convierte en una romería. "A una fila de seis palos de la altura de un hombre, plantados en tierra, se ataba a cada uno de ellos una gata: una correa de cuero la sujetaba al palo por el pecho, con la espalda por el lado del palo, y fijada por otra tira de cuero que le pasaba sobre el vientre (...). Delante de las gatas se ponían otros tantos hombres con el torso desnudo, la cabeza rapada, la cara afeitada y las manos atadas a la espalda (...). A una señal de alguien, tal vez el jefe de la fiesta, los hombres de las manos atadas tras la espalda bajaban la frente y se lanzaban de cabeza contra las gatas. El juego consistía en matarlas a cabezazos". Mussolini fue la última gata de Italia. Sus garras, sus colmillos de alfiler le mantuvieron al mando más de veinte años. Así, a cabezazos, decide despedirle Malaparte.

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