Alberto y la ballena | Crítica

La realidad y su eco

  • El celebrado autor de 'Leviatán o la ballena' vuelve con otra historia de cetáceos y humanos en este 'Alberto y la ballena', Alberto que no es otro que el grande y melancólico Alberto Durero

El escritor y periodista británico Philip Hoare

El escritor y periodista británico Philip Hoare

Existe una anécdota, suficientemente conocida, en la que la pericia pictórica de Durero suple, en un célebre grabado de 1515, su desconocimiento sobre el aspecto real de un rinoceronte. Dicha anécdota concierne, sin embargo, no sólo a la pequeña historia del pintor; y tampoco al cronismo diplomático del XVI (el rinoceronte Gada fue un regalo del sultán de Guyarat a Manuel I de Portugal), que quería ver ilustrada cierta información de Plinio el Viejo. En esta tentativa de reproducir, fielmente, el aspecto de un animal, se resume el giro cultural del mundo, su moderna conformación, recogida bajo el nombre de Renacimiento.

Hoare pretende explicar a Durero, no sólo con la realidad inmediata de sus días, sino la huella del pintor en los siguientes siglos

Desde luego, Hoare se equivoca, profundamente, cuando escribe que: “Es en Durero donde da inicio el mundo moderno”. Y ello por una razón que se desprende del propio libro. El mundo moderno se ha iniciado mucho antes, a orillas del Mediterráneo, y es para conocerlo, para documentarse y educarse, por lo que Durero viajará a Italia. La misma biografía que le dedicó Panofsky, autor muy citado en estas páginas, nos excusará de abundar en tal asunto. Y también lo que Panofsky escribe en Los primitivos flamencos, así como en las páginas que dedica al grabado Melancolía I de Durero, junto a Saxl y Klibansky. Aclarado esto, subrayemos que Alberto y la ballena es un libro que pretende explicar a Durero, no sólo con la realidad inmediata de sus días, cuando marcha, infructuosamente, en busca de una ballena; también quiere datar el magisterio y la huella del pintor en los siguientes siglos, desde Goethe y Blake a Thomas Mann. Todo lo cual viene entremetido con una historia de las ballenas y su caza, de las ballenas y su representación, que guardan un estrecho vínculo, no tan superficial como pudiera parecer, con lo señalado aquí por Hoare.

¿En qué sentido? Es Panofsky, precisamente, quien nos tiene explicada la “vía del norte” hacia el Renacimiento, la búsqueda de una exactitud reproductiva, que obra en paralelo a la pintura italiana, y que concierne tanto a la pintura de paisajes como a las naturalezas muertas. Es ahí donde se halla la modernidad de Durero (y en su virtuosismo con el grabado), más que en las xilografías, de carácter medieval, con que ilustra los tipos de Sebastian Brant y La nave de los locos. La rigidez de Durero, su minuciosa precisión, no ambicionaba lo mismo que la tibia iridiscencia de Leonardo. Hay en Durero cierto escalofrío moral (su correspondencia con Erasmo no nos dejará mentir), que conforma de otro modo su reproducción del mundo. Ese mundo, sin embargo, se concibe ya como totalidad; y es en esta totalidad, que incluye el paisaje, la perspectiva, el linaje y la ordenación de las bestias, el que Durero acometerá, no siempre con igual fortuna, pero con la formidable intuición del que se sabe ya en otro estadio, en otra escotilla del conocimiento.

Esa extraordinaria malla vital, cultural y anímica, que abarca cinco siglos y la multitudinaria tropa de la Creación, es la que Hoare arroja, suavemente, sobre la figura de un melancólico viajero: Albrech Dürer, hijo nostálgico y desconcertado de Nüremberg.

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