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Pequeño mundo ilustrado - De natura florum | Crítica

Por una vida inservible

  • En estos días de pandemia y angustiosa cuarentena, leemos como una llamada al asombro e incluso a un nuevo orden mundial estos dos hermosos libros de María Negroni y Clarice Lispector

La escritora brasileña Clarice Lispector (1920-1977).

La escritora brasileña Clarice Lispector (1920-1977). / D. S.

En tiempos de pandemia leemos en Pequeño mundo ilustrado y De natura florum, de María Negroni y Clarice Lispector respectivamente, una llamada al catálogo de nuestros propios asombros y, por qué no, a un nuevo orden mundial.

Nada, absolutamente nada de lo que se escriba, piense o diga en estos días está libre del maldito bicho. Con el tiempo –porque me temo aún queda– habrá quien recomiende incluso esquivar el tema, hablar de un futuro inimaginable –Marina Garcés, ojalá estés escribiendo–, de los libros que, como la vida, han quedado aplazados, postergados en imprenta. Pero cualquier texto escrito en estas primeras semanas de confinamiento será un texto cínico si ignora en espíritu lo que nos ronda las cabezas y los cuerpos. Esto iba a ser una reseña de Pequeño mundo ilustrado (Wunderkammer), de María Negroni, y una encarecida recomendación de De natura florum (Nórdica), de Clarice Lispector, y ahora, cosas de la vida, lo es aún más. La pretensión, anterior a la cuarentena, era leerlos como manuales que archivan el mundo y llaman a un orden tranquilo, a la serenidad que es tan difícil hallar –porque nos explotan, nos autoexplotamos y cuando no, nos distraemos– para lograr hacer una tarea de inventario de nosotros mismos: catalogar lo que nos asombra y describirlo.

Cuando Carmen Martín Gaite hacía pesquisas para uno de sus mejores ensayos, El cuento de nunca acabar (al que he vuelto en estos días), se quejaba de quienes la tomaban con su metodología: "Llevo dos semanas haciendo fichas y haciendo oídos sordos al canto de sirena de los pretextos, empeñados en neutralizar la llamada acogedora del tiempo. ¿Fichas para qué? Este no es un libro de fichas, te equivocas, ¡qué feo hacer fichas!. Pero yo adelante, con paciencia y cuidado, esmerándome en hacer una letra clara, que para algo servirá el ejercicio". Las 80 fichas, por seguir con la nomenclatura martingaitiana, aquí reunidas de Negroni son capítulos de asombro absolutamente marcados por la infancia: "Los cajones donde el niño guarda sus tesoros son arsenales y zoológicos. Los del poeta serán reservas de imágenes y retazos de lenguaje. En ambos casos, se trata de un objetivo muy simple y muy complejo: habitar un tiempo perdido (...) Y lo que buscan es nada menos que liberar las cosas de su destino utilitario y el lenguaje de sus taras más odiosas (...) La poesía es la continuación de la infancia por otros medios".

La escritora argentina María Negroni (Rosario, 1951). La escritora argentina María Negroni (Rosario, 1951).

La escritora argentina María Negroni (Rosario, 1951). / D. S.

Este libro, todo él, es un secreter: aquel escritorio antiguo lleno de minúsculos cajones, cada uno –su propio nombre lo indica– para guardar secretos, hallazgos, fogonazos, asombros. Cosas, al fin y al cabo, inservibles. Pero lo inservible lo es porque no sirve a nadie. "El asombro, acaso como todo lo importante en la vida, es inútil. Carece de fines. Y en la medida en que no sirve para nada, tampoco a nadie, es libre", apunta Esther Peñas en un fantástico prólogo. Y María Negroni se asombra por bastantes cosas, a decir verdad. Tal es su gusto por lo brillante, diminuto y anecdótico. Negroni: sagaz rastreadora de mercadillos en busca de joyas para su inventario, una colección de "objetos, autores y personajes" que conforman su "dimensión privada".

Portada de 'Pequeño mundo ilustrado'. Portada de 'Pequeño mundo ilustrado'.

Portada de 'Pequeño mundo ilustrado'. / D. S.

En su lista de obsesiones figuran pequeños cofres, muñecas, diseños utópicos del mundo, gabinetes de maravillas, dioramas, enciclopedias, museos. También otros que ya habían catalogado antes (Barthes en Discurso de un fragmento amoroso; Benjamin con absolutamente todo: "dibujos, diagramas, itinerarios, listas bibliográficas, índices de viajes sentimentales, anagramas, y hasta una muestra de los hallazgos lingüísticos de su hijo Stefan"), inventores (Le Corbusier y su Mundaneum –varios edificios que nunca llegaron a construirse, un Museo Mundial, un Archivo Mundial, una Biblioteca Mundial, una Universidad Mundial y una Sede Mundial de Organizaciones Internacionales–, Fourier y sus falansterios) o islas (El País de Nunca Jamás, Liliput).

De entre todos los asombros, voy a destacar uno de ellos, por reiteración en el libro y curiosidad personal: las muñecas. Hay una fijación. De Descartes se cuenta que mandó construir una idéntica a su hija ilegítima Francine, que murió a los 5 años. Con ella dormía, estudiaba, viajaba. Ramón Gómez de la Serna vivió en secreto con una muñeca de cera. Kokoschka decapitó la suya (réplica de Alma Mahler, que lo había rechazado) en una fiesta orgiástica. En el relato La desdichada, de Carlos Fuentes, dos estudiantes se disputan una novia-maniquí. Balzac "tenía una colección de muñecas diminutas con las que jugaba y a las que les cambiaba constantemente la ropa a fin de establecer hasta el último detalle de su personalidad y así poder diferenciar a sus cuantiosos personajes". Cuenta Negroni que Rilke las aborreció porque de niño, su madre a veces lo llamaba "Sophie", lo vestía de niña y jugaba con muñecas. Me acuerdo de la afición, de su querencia y maltrato en las películas No es bueno que el hombre esté solo (Pedro Olea) y Tamaño natural (Berlanga). Negroni ofrece una explicación a esta sospechosa obsesión: "En manos adultas, ya lejos de las jugueterías y del espacio privadísimo del niño (que es un sancta sanctorum) adquieren otro signo. Algunas son máquinas de amar. Otras son novias inorgánicas o lolitas góticas (...) Las muñecas nacen sin madre y no pueden ser madres ellas mismas (no forman parte de la sociedad de las mujeres). En una palabra, nunca serán rivales de los hombres, ni adversarias, ni siquiera interlocutoras".

Portada de 'De Natura Florum'. Portada de 'De Natura Florum'.

Portada de 'De Natura Florum'. / D. S.

En Pequeño mundo ilustrado también hay animalarios y herbarios, como los de Carl von Linné, que conectan directamente con De natura florum, citado al comienzo de este artículo. Si bien es mucho más breve y conciso que el libro de Negroni, es igual de lírico y hermoso. Ilustrado por Elena Odriozola, Lispector elabora una poética colección de flores que llega de forma simbólica: podría interpretarse como una oda a lo manual y artesano ahora que la quietud se ha impuesto en nuestras vidas, ahora que no solo estamos encerrados en nuestras casas, sino que las tiendas también tienen la persiana bajada –acostumbrados a vivir como consumidores, pensamos que esto no es vida–. Algunas píldoras: Violeta: "Es introvertida y su introspección es profunda. No se esconde, como dicen, por modestia. Se esconde para poder entender su propio secreto"; Margarita: "su centro amarillo es un juego infantil"; Tulipán: "un único tulipán simplemente no lo es"; Dama de noche: "Es peligrosa"; Clavel: "Los blancos recuerdan al ataúd de una criatura; entonces su aroma se agudiza".

La colección, el registro, tiene algo de tranquilizador. No habla Negroni, Dios nos asista, de listados productivos, laborales, de esos para los que hay cientos de aplicaciones que casi tachan por nosotros las tareas. Habla del catálogo que se hace cuando no hay nada que hacer, el único que va a acompañarnos, cuya tendencia a crecer no agobia, sino que alivia porque sabemos dónde acudir a recordar de lo que estamos hechos (como sabemos con certeza que nuestros antiguos juguetes están guardados en el desván de casa de los abuelos). "He aquí su secreto más arduo: al priorizar lo que falta (una colección completa estaría muerta), consigue relanzar el deseo y así extiende, como en la escritura, un placer ansioso, siempre dispuesto a multiplicar las series, no para captar algo concreto sino para ampliar el Yo, para cargarlo, aunque sea fugazmente, de sentido". Ésta (el libro de Negroni, de Lispector, los catálogos de nuestros propios asombros) no es una recomendación para mantenernos entretenidos durante el encierro, sino algo que nunca teníamos tiempo de hacer por ser, en efecto, inservible.

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