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Lorenzo Silva | Escritor

“He visto lo que es el vasallaje y he aprendido a detestarlo profundamente”

  • El autor publica ‘Castellano’ (Destino), una obra en la que emprende la búsqueda de la identidad particular a través del relato de la revuelta de los comuneros contra Carlos V en 1521

Lorenzo Silva (Madrid, 1966), antes de la entrevista.

Lorenzo Silva (Madrid, 1966), antes de la entrevista. / Marilú Báez (Málaga)

No hay este año para la revuelta de las Comunidades de Castilla, que llegó a poner en jaque el reinado de Carlos V en 1521, conmemoración ni quinto centenario, en gran medida porque se trata de la historia de un fracaso. O así, al menos, lo ha considerado desde entonces el discurso oficial. El episodio, sin embargo, sirve a Lorenzo Silva (Madrid, 1966) para ajustar cuentas con su propia identidad en Castellano (Destino), una obra de naturaleza híbrida en la que entre la novela histórica, el libro de viajes y la autoficción contemporánea el creador de Bevilaqua y Chamorro rinde homenaje a la lengua castellana y al poso humanista de su mejor tradición literaria. Silva, ganador del Nadal y el Planeta, presentó el libro esta semana en el Centro Andaluz de las Letras.

-El asunto de la identidad atraviesa Castellano de principio a fin. ¿Estaba en su ánimo responder desde la mayor templanza a la acritud actual sobre la cuestión?

-Ése es el gran telón de fondo del libro y lo que hace que de alguna forma el fondo termine definiendo a la forma, hasta el punto de que he terminado inventándome un híbrido extraño para contar lo que quería contar. La cuestión está en la identidad, así es. Pero, como decía Benjamin, y también Maravall, las cosas se dan en cada momento con la mirada de ese momento. No hay una foto neutra de ningún momento histórico, siempre se mira desde algún lado, ya sea desde el día siguiente o desde cien o mil años después. De manera que escribo sobre la identidad pero desde mi vivencia particular de la misma. Creo que resulta esclarecedora la idea de que el autor del libro nació en un país sometido a un régimen autoritario que trasladaba una visión preceptiva de lo que era ser español: ser español es esto y te aguantas, es lo que hay. Ahí no había negociación posible. Y que me digan cómo tengo que entender una cosa siempre me ha resultado antipático, desde pequeño, con lo que mi entrada en la cuestión de la identidad a los siete u ocho años fue así, antipática. Pero por si no había tenido suficiente, resultó que pasé mi infancia y mi adolescencia en una colonia militar. Y eso significaba que había otros señores cuya identidad, o así lo entendían ellos, les autorizaba a volar por los aires a mi vecino, o a sus hijos, o a mi padre, o a mí. De hecho, volaron a mucha gente, con lo cual esa antipatía hacia la identidad creció sin remedio. Luego me fui a vivir a Cataluña y pude ver cómo surgía otra identidad preceptiva que en el año 2017 decide prescindir de todos los que no forman parte de la misma, con un ordenamiento jurídico montado para expulsar a los que piensan de forma distinta. Así que la identidad ha sido para mí una calamidad más que otra cosa.

-¿Por qué ha decidido abordarla entonces de manera tan directa?

-Porque necesita reencontrarme con la identidad como algo que puede ser constructivo, enriquecedor, valioso, algo en lo que te apoyos para crear y compartir, no para acogotar ni menospreciar a nadie. Pero comprendí que ese reencuentro era una cuestión personal. Es verdad que la identidad tiene siempre que ver con esa del ágora y la plaza pública, pero la decisión última se da en un jardín privado. Es ahí, en tu jardín, donde te preguntas quién eres y donde decides qué es lo que eres. Fíjate, llevo 54 años siendo madrileño sin que nadie me pregunte qué es ser madrileño y en los últimos dos meses todo el mundo parece querer explicarme qué significa ser madrileño, que si irme de bares o estar a favor de no sé qué cosa.

"Necesitaba reencontrar una idea de identidad que pudiera resultar constructiva y valiosa"

-¿Y cómo entra la castellanía en esa ecuación?

-Soy descendiente de castellanos por vía materna y de andaluces, concretamente malagueños, por vía paterna. La identidad madrileña no deja de ser algo mestizo, bastardo, pero algo impregna. Y luego, todo eso está mezclado. Pero digamos que la conexión castellana la tenía más descuidada, hasta que pude recuperarla a través de la historia de los comuneros. Lo primero que comprendí es que esa identidad a mí me valía, gracias principalmente a la lengua castellana, seguramente la invención a la que más debo y desde la que he hecho mi vida. A partir de aquí, sentí que la historia de Castilla desde Fernán González me tocaba muy de cerca gracias a mi propia biografía. A lo largo de mi vida he formado parte de muchas organizaciones, públicas, privadas, empresariales, de todo tipo. Hasta hice la mili. De modo que he visto lo que es el vasallaje y he aprendido a detestarlo profundamente. Y Castilla es una oposición directa al vasallaje. Como decía aquel cantar antiguo sobre Fernán González, “Si no luchamos, de señores que somos, vasallos nos haremos”, y eso no se puede permitir. Sobre esto puede construir cualquiera, aunque no sea castellano. Cualquiera, independientemente de donde haya nacido, puede encontrar en esta idea un camino de dignidad. Yo lo he encontrado.

-En el libro menciona usted un detonante: un autor catalán al que admira, pero al que no nombra, definía a Castilla como “un páramo con una tiranía”.

-Así es. Sin embargo, más allá de ese prejuicio, la verdad es otra. Con los comuneros nació una idea que resultaría fundamental en el desarrollo posterior de la Historia. Carlos V era un chaval de veinte años al que le habían metido en la cabeza una idea de monarquía decididamente medieval: el rey soy yo y no hay nada más que hablar. El rey y el reino forman parte del mismo cuerpo místico. Pero estos castellanos, a partir de las ideas de unos teólogos de Salamanca y de un jurista bien avispado de Valladolid, le replican que no, que el rey y el reino son diferentes, que como tales pueden tener intereses contrapuestos y que si hay intereses contrapuestos prevalece la dignidad del reino, no el capricho del rey. Eso se pone por escrito en 1520. Y esos castellanos se alzan en armas, se juegan la vida por defender esta idea y la pierden.

El autor, en plena conversación. El autor, en plena conversación.

El autor, en plena conversación. / Marilú Báez (Málaga)

-¿Le resultó muy ardua la documentación para escribir el libro?

-Hay personajes muy documentados, como Juan de Padilla, cuyas cartas se conservan y que he podido leer. De sus cartas tomé varias ideas que me parecieron interesantes, como las reservas y las muchas dudas que le suscitaba ver a los castellanos alzados linchando a los fieles al rey. Incluso en una carta expresa su preferencia por un acuerdo antes de sentirse parte de eso. Francisco Maldonado, por ejemplo era un personaje muy distinto. Cuando escribes sobre estos personajes no hay más remedio que hacer conjeturas, pero en esta ocasión he querido dejar claro que no me he dedicado a conjeturar en el vacío. Cuando cuento que María Pacheco no era una noble manipuladora ni resentida, sino una mujer que sigue a su marido, el mismo Juan de Padilla, hasta el final, incluso cuando ya no hay vuelta atrás, no me es difícil conjeturar que ante el ajusticiamiento de los comuneros y de su propio marido ella no termina enardecida, con sed de venganza, sino más bien apenada. Tampoco me es difícil imaginarla leyendo a Plutarco, aunque, claro, no tenga la certeza. Tenía en su séquito a humanistas como Diego Sigeo, así que es muy probable que fuera así.

-¿Fue en su origen Castellano una novela histórica al uso que evolucionó después a otra cosa?

-La novela está conmigo desde hace mucho tiempo. Hará unos ocho años que escuché en mi coche el Poema de los Comuneros del Nuevo Mester de Juglaría y desde entonces he barajado distintas formas de escribirla. Pensé en contar la propia historia de los protagonistas, luego en hacerlo a través de un personaje de ficción, pero todos estos formatos se me quedaban cortos. La historia me removía por dentro y también quería contar eso. Quería dar cuenta de los ecos contemporáneos de esta historia sin incurrir en el anacronismo, claro. En un momento dado se me ocurrió una solución algo marciana. Fue leyendo a Houellebecq, esas novelas en las que un alter ego suyo algo tarado va viajando por Francia para levantar acta de la decadencia de Occidente. Se me ocurrió justamente esto, inventarme un alter ego tarado que viaja por Castilla. Pero al final me pareció excesivo. Comprendí que tenía que ir a la médula de la historia, contarla en presente, sumergir al lector en los momentos decisivos, en los episodios centrales, en la médula del conflicto de un suceso en realidad muy poco conocido. Sin fabular, todo de manera directa. A la vez, entendí que era oportuno contar esto desde un plano personal. No he contado esta historia porque sea interesante, sino porque me remueve. Así que la solución pasaba por encontrar una forma que permitiera tejer lo uno y lo otro, en un tapiz narrativo.

-El resultado de ese tejido es la obra propia de un humanista. La novela parece contada al oído de un amigo.

-Sí, esa intención está. Leí la Crónica del alba de Ramón Sender con catorce o quince años y por primera vez me pareció que alguien me estaba contando esa historia al oído, como si la hubieran escrito para mí. Aprendí entonces que la literatura es justamente eso, y que si no es eso no vale la pena. Eso ha sido mi norte como lector y mi mayor aspiración como escritor. En la literatura me interesan los amigos, no los manipuladores. Mira, alguien que me parece un maestro en esto es Pierre Michon. Ningún libro suyo tiene más de 150 páginas, pero eso le basta para hacer un novelón sobre el Emperador de Occidente. Va a la médula, a los momentos de intensidad, a la vibración continua. Eso persigo yo.

"Como lector, prefiero la literatura que se da contada al oído. Quiero amigos, no manipuladores"

-¿Y en qué medida define usted Castellano como libro de viajes?

-Es un libro de viajes en el tiempo y en el espacio, porque aborda cómo los lugares cambian con el paso de los años. Un mismo sitio en dos tiempos diferentes es en realidad dos lugares distintos. Y me interesaba conducir al lector a los escenarios tal y como fueron y tal y como son ahora. Algunos de esos lugares siguen en pie, otros no. Y en algunos lugares ciertamente hermosos ocurrieron las atrocidades más salvajes. Para un escritor de viajes es fundamental lograr que los sitios hablen, porque los lugares hablan, y hablan con el paso del tiempo. Si vuelves a tu colegio en la madurez, el mismo sitio te dice cosas muy distintas. Por eso quise conocer de primera mano todos los escenarios reales de la novela. Era una necesidad irrenunciable, porque esos escenarios siguen hablando.

-Sin caer en anacronismos ni en reducciones fáciles, ¿qué valores de aquella revolución considera legítimo reivindicar ahora?

-Los que han resistido el paso del tiempo. Esta gente hizo lo que hizo y luego pasó lo que pasó. Perdieron, los aplastaron, aniquilaron sus instituciones. Representaron un movimiento fallido. Eso es lo que nos dice la Historia. Hay cronistas que los acusan de tener malas entrañas, de ser unos aprovechados, y hay quienes consideran que promovieron una especie de tribalismo frente a la modernidad europea que encarnaba el rey. Todo eso. Pero hay un hecho: el concepto central de la Constitución de Cádiz está en los capítulos de Tordesillas. La nación prevalece ante el rey. La idea ilustrada del contrato social ya se había contemplado en las instituciones de Valladolid, que reclaman al rey una serie de obligaciones respecto al reino por contrato. No son los mismos términos, pero sí el mismo espíritu. Los liberales del XIX invocaban a Padilla. Poco antes de redactar la Constitución de 1931, Azaña había publicado una obra histórica sobre los comuneros en la que analizaba al detalle sus documentos legales. La influencia es evidente. Y si el Estado social y democrático de derecho en el que se asienta España hoy día procede en gran medida en la Constitución de 1931, podemos decir que la influencia de los comuneros en el presente es indudable. Su filosofía política ha perdurado hasta hoy.

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