Mi madre | Crítica

La llama azul

  • Sexto Piso edita Mi madre, obra contenida y espectral de Yasushi Inoue donde retrata los años finales de su progenitora, sumida en una vertiginosa y enigmática demencia

Imagen de Yasushi Inoue (Hokkaido, 1907-Tokio, 1991)

Imagen de Yasushi Inoue (Hokkaido, 1907-Tokio, 1991)

Settis, en El futuro de lo clásico, exime a la cultura oriental del fechitismo de las ruinas que aún rige en Occidente. Para los chinos, y acaso también para el Japón, la caducidad y el trascurrir del tiempo vienen sustanciados en el paisaje. También Chambers, en su Disertación sobre la jardinería oriental, de tanta importancia para el romanticismo inglés, le atribuirá una idea de variedad, una concepto de infinito, de menor abstracción que el auspiciado entre nosotros. Esto mismo es lo que quizá encontremos al comienzo de las Piedras de Roger Caillois: la temporalidad disuelta o subsumida en lo concreto. Quede dicho todo esto para aproximarnos, no sin cautela, a la pudorosa estética de Inoue, cuando se trata -¿de resumir, de comprender?- los años finales su madre.

Inoue definirá como “la llama azul del instinto” a esa fuerza fantasmal que dirige a los ancianos, sin que sepamos cómo ni hacia dónde.

En la tercera parte del libro, con su madre sumida ya en una demencia irremisible, Inoue encuentra una definición, una fórmula, para explicar esa inmersión en la infancia que parece común a los ancianos. Inoue definirá como “la llama azul del instinto” a esa fuerza fantasmal que los dirige, sin que sepamos cómo ni hacia dónde. Por iguales motivos, Inoue podría haberla llamado “la llama azul del olvido”, puesto que lo que encontramos aquí, expresado con una distancia y un decoro que nos resultan extraños, es la desintegración de un ser, convertido en no sabemos quién y no sabemos cómo. Esta exploración, de naturaleza radical, es la que Inoue emprenderá, apoyándose en pequeños detalles (la nieve, un ciruelo, el monte Fuji) y breves episodios que dirigen su mirada hacia lo ignoto. El resultado de dicha indagación es una doble y severísima ignorancia: apenas conocemos nada de quienes nos amaron y es imposible penetrar el mundo en que se hallan. El retrato que nos ofrece Inoue es, entonces, el retrato estricto de un vaciado; sujeta a la extraña exfoliación de sus recuerdos, víctima de su arbitraria prevalencia, su madre habita un mundo que no es el mundo y carece, por completo, de sentido.

Su aventura final, nos dice Inoue, es una aventura en la más extrema soledad, de la que nada sabemos.

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