Las chicas del radio | Crítica

Fantasmas en la factoría

  • Capitán Swing publica 'Las chicas del radio', la investigación de Kate Moore sobre uno de los mayores escándalos laborales del siglo XX en Estados Unidos

Las víctimas de la necrosis por radio chupaban directamente la aleación en sus pinceles.

Las víctimas de la necrosis por radio chupaban directamente la aleación en sus pinceles. / D. S.

Los años 20 del pasado siglo depararon uno de esos momentos en los que parece que la historia juega a abrir puertas, a hacerse interdimensional. La radio se hizo medio genérico, el automóvil fue dejando de ser una modernez, comenzaron los vuelos comerciales, las garçons y las rubias de Hollywood se hicieron universales: el mundo volvió a achicarse. Ahí estaban, además, los rascacielos, las vanguardias, las estéticas rompedoras. Lo diseños en abanico, en abstracto sol naciente. Los números y las esferas luminosas de los relojes, que resultaron cruciales, por ejemplo, en los relojes de los pilotos durante la Primera Guerra Mundial.

En la época, las líneas que brillaban en la oscuridad lo hacían gracias a la cualidad ultraterrena de ese nuevo elemento descubierto por Marie y Pierre Curie: el radio. El radio fue descrito como "el mayor hallazgo de la historia". Se empleaba con éxito contra los tumores cancerosos, ya que los fosfatinaba, y se sabía que estimulaba la producción de glóbulos rojos en el organismo –resultando luego en una hiperestimulación que producía anemias feroces–. La percepción popular era más que positiva: incluso los farmacéuticos vendían píldoras y vendajes "radioactivos".

Como explica Kate Moore (Reino Unido, 1980) en Las chicas del radio, su relato de una de las luchas laborales más conocidas de principio del siglo XX, el radio era considerado una de las llaves del futuro. Y a toda demanda le corresponde su dosis de oferta. En 1917, la United States Radium Corporation comenzó a suministrar los necesarios (término de la Gran Guerra) y caprichosos (moda) relojes luminiscentes. Las chicas contratadas para tal fin consideraban su trabajo una suerte: se las veía más como "artesanas" que como obreras. El polvo de radio se metía por todas partes y flotaba en el estudio. Sus figuras brillaban por la noche. Fascinadas, se ponían la mezcla en el pelo, en la cara, se maquillaban con ella. Sólo una pequeña pizca y el efecto era espectacular. Burbujas de champán.

Pero el gesto más letal no era éste: el más gesto letal estaba en la rutina, en el modo y la velocidad de producción. El dibujo era tan fino y el ritmo de trabajo tan fuerte que no tenían más remedio que pintar a pincel: un pincel que las trabajadoras iban chupando. Chupa, moja, pinta. Los responsables sabían que ingerir el radio, aunque fuera una ínfima cantidad, podía llegar a tener algún tipo de consecuencias, aunque no exactamente cuáles. De hecho, se intentó introducir en alguna ocasión el uso de varitas de cristal, pero se desestimó, ya que ralentizaba el proceso.

Para desgracia de las chicas, el radio tardó en mostrar su verdadera cara. El envenenamiento por radio terminó presentando –recoge Moore– tres modalidades: la que comenzaba como necrosis de mandíbula (que se asociaba al envenenamiento por fósforo), la que presentaba necrosis de hueso y anemia; y una tercera que daba la cara como un carcinoma de hueso. Excepto en esta última, donde la afectada moría en días, las dos primeras eran de desarrollo muy lento: factor que fue definitivo a la hora de dar cuerpo a una demanda con salida. El límite legal para establecer una denuncia por enfermedad laboral estaba en cinco años.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Sumemos a todo ello el desconocimiento que para la misma ciencia existía sobre el envenenamiento radioactivo, y el hecho de que desde la USRC intentaran parar (con bastante éxito) los informes incriminatorios, y tenemos a un grupo de mujeres muertas, o gravemente enfermas, desvalidas ante el sistema.

La investigación de Kate Moore, que recorrió los hogares y tumbas de las protagonistas de esta historia, las oficinas y los estudios de las pintoras de esferas, ayuda a hacernos una idea de la profundidad de ese desprecio, y del estrecho margen que tenían estas mujeres para reaccionar. Sobra decir que el envenenamiento por radio es extremadamente doloroso y extenuante –la mandíbula de deshacía en pedazos, los huesos encogían, había enfermas que perdían la cabeza durante la enfermedad–. Como no existían diagnóstico ni solución, las familias se endeudaban, consulta tras consulta.

¿Cómo reaccionaron los responsables? Pues negando hasta el chiste macabro: una de las afectadas, que había perdido un brazo, tuvo que escuchar que le decían que no apreciaban en ella ninguna diferencia significativa; las trabajadoras de una segunda fábrica, en Illinois, se enteraron por los papeles de los efectos del radio, cuando ya había 17 muertes.

¿Qué pesó a su favor? Porque las pruebas eran contundentes, pero la desfachatez de sus contratadores, también. Pues dos elementos fundamentales: el primero, su propio coraje, la certeza de que su lucha era necesaria más allá de ellas mismas; el segundo, la visualización: las fotografías, los periódicos, reportajes como los de Mary Dorty para Chicago Daily Times. La velocidad de la rueda que las había hundido –ese mundo más rápido, fulgurante, conectado como nunca– sirvió, al menos, como medio para vindicarlas y salvar así miles de vidas.

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