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De libros

El imperativo histórico de la paz mediante la guerra

  • David A. Bell propone una mirada novedosa a las batallas de la Europa del siglo XVIII.

La primera guerra total. La Europa de Napoleón y el nacimiento de la guerra moderna. David A. Bell. Alianza. Madrid, 2012. 446 págs. 28 euros.

El concepto de guerra total apareció en torno a la Primera Guerra Mundial para identificar un nuevo tipo de conflicto en el que las naciones industriales serían capaces de movilizar recursos económicos y tecnológicos de magnitudes extraordinarias, integrados en una máquina bélica de consecuencias impredecibles. No es éste, sin embargo, el sentido que David A. Bell quiere imprimir a su novedosa propuesta sobre las guerras revolucionarias de la Europa del siglo XVIII. La primera guerra total que defiende el historiador norteamericano es, por encima de otras consideraciones de logística militar, la nueva cultura de la guerra justa para una paz perpetua que se abrió paso con la Revolución francesa, dejando atrás la tradición de la guerra aristocrática ligada todavía a finales del Antiguo Régimen a la ética del honor caballeresco. Se trata, por tanto, de un enfoque propio de la historia cultural que sin ignorar las transformaciones que se produjeron en el arte de la guerra en tiempos modernos (y que en los años 80 animaron el caluroso debate sobre la revolución militar) centra su atención en el cambio de mentalidad que inauguró a partir de la Ilustración una manera distinta de concebir la guerra que es todavía la que conocemos hoy.

La genealogía de esta idea, según la presenta el autor en los primeros capítulos del ensayo, convoca dos tradiciones de pensamiento sólo en apariencia excluyentes: la ideología pacifista que hunde sus raíces en el quietismo de Fénelon, pero también en la defensa de la paz como estado natural del hombre que se lee, por ejemplo, en el barón de Holbach, lo cual nos conduce al ideal de una paz perpetua entre naciones libres al modo de Kant. Y de otro lado, la vieja idea de una guerra purificadora, reavivada por la amenaza contrarrevolucionaria, que podía encontrarse en las páginas de filósofos como Mably, Rousseau o Humboldt. Ambas corrientes coincidirán en combatir el acartonado ideal de la gloria militar que todavía inspiraba el estilo de vida de los oficiales del ejército de Luis XVI, la mayoría de ellos nobles para quienes el campo de batalla era una prolongación de la educación cortesana donde demostrar el valor y el sacrificio. Y ambas desembocarán en los efervescentes debates de la Asamblea Nacional, germen de la nueva cultura de la guerra, donde se pudo oír en una ocasión: "Es porque quiero la paz que pido la guerra". La retórica revolucionaria estaba en marcha y el ejemplo de los héroes clásicos que combatieron por la libertad de la República de Roma daba alas a los profetas que anunciaban el inminente advenimiento de la paz perpetua, nuevo imperativo moral que justificaba la destrucción del enemigo y la erradicación de sus lacras (la superstición, la barbarie, la irracionalidad), obstáculos que se interponían en el deseado camino hacia la concordia universal.

La hipótesis de trabajo que mantiene Bell es provocadora y atractiva, aunque no siempre convenza su demostración empírica sobre la secuencia de acontecimientos que transcurren entre la Francia de la Convención y el apogeo del Imperio napoleónico. El autor trasciende la interpretación clásica de las guerras revolucionarias como enfrentamiento entre dos modelos de sociedades incompatibles (el Antiguo y el Nuevo régimen) y se distancia a su vez de los historiadores que ven en ella un ejemplo precursor de las guerras nacionalistas. Pero magnífica, desde nuestro punto de vista, la dimensión y la radicalidad de la nueva guerra, que en su teoría es la primeraguerra total, al atribuirle una capacidad de catarsis colectiva que no siempre tiene en cuenta las fisuras del propio modelo (los puentes de transacción con los poderes provinciales o la colisión con otras culturas de la guerra) que se dieron durante los años de expansión del Imperio. Por otro lado, la paradoja de que las ideas ilustradas sobre la paz universal y la concordia de los pueblos, incubaron su propia forma de guerra regeneradora, es tan brillante como poco verosímil cuando traza el perfil del ciudadano-soldado como nuevo superhombre transformado por la libertad. Y en general, el papel atribuido al ciclo de las guerras revolucionarias de Francia en el diseño lógico del conflicto europeo contemporáneo se antoja excesivo. No es de extrañar que tales planteamientos suscitaran una fuerte polémica cuando en el año 2007 salió la primera edición en lengua inglesa del libro y presumimos que esta versión castellana tampoco dejará indiferente al lector.

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