Un retrato de los españoles

El humor de España

  • El autor barcelonés Mauricio Wiesenthal eleva el amor sincero por la cultura de este país en su nuevo libro publicado por el sello Acantilado

El escritor Mauricio Wiesenthal.

El escritor Mauricio Wiesenthal. / Efe

Los libros de Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) suelen regalarnos esa alegría culta y generosa que Horacio recomendaba a los poetas en su Epístola a los Pisones. El epicúreo aconsejaba a todo bardo que procurara instruir deleitando.

En este nuevo ensayo (leímos ya con agrado, entre otros, El esnobismo de las golondrinas, Libro de réquiems, Luz de vísperas y Siguiendo mi camino), el autor merodea por el concepto de hispanibundia, que es lo que Plinio decía que caracterizaba a los hispanos: la vehementia cordis (o vehemencia del corazón). El sabio aludía a dicho humor para referirse a los moradores de las Hispaniae, en plural, pues el romano hablaba ya por entonces del florilegio de las Españas, muchísimo antes de que todo degenerara en las taifas autonómicas con derecho reciente a xenofobia.

La hispanibundia podría definirse como la incapacidad del español para distinguir entre realidad y quimera

Wiesenthal repasa el rasgo hispanibundo que, grosso modo y con distinto cariz, arranca en el simbolismo del toro ibérico, alcanzará a Viriato y al Cid Campeador, mutará luego en celo de ultramar con el Nuevo Mundo (Stefan Zweig hablará hermosamente de “la fuga a la inmortalidad” de Núñez de Balboa), y revertirá, en lo peor y cíclico de nuestro temperamento, en la última guerra civil entre españoles.

Por encima de toda referencia histórica, la hispanibundia podría definirse como la incapacidad, acaso ingenua, incluso fatídica, que tiene el español por no saber dilucidar entre realidad y quimera. De ahí el quijotismo, que no es otra cosa que un anhelo de cómica eternidad por la frontera entre un país y su ensoñado reverso. Este rasgo se advierte en la filosofía que destila nuestro Siglo de Oro y llega, pervertida ya como naturaleza autóctona, al típico haragán del siglo XX, cuando Pío Baroja nos retrata a uno de los muchos lugareños de España: “¿Trabajar? ¡Que trabajen las máquinas!”

Sin duda, el mal generalizado del español es la envidia, “la malignidad hispánica, gran asesina de buenos y aún mejores” (Gracián). Únase a esta gangrena el gusto por el vivan las caenas, consecuencia de un rapto cerril, penoso y mal encauzado, y del que supieron aprovecharse caciques, mandamases y sotanas de curil revuelo. Wiesenthal, con buen tino, no exculpa al pueblo, que no siempre es inocente y sí convenido. Nada peor que el populismo, que pervierte la pureza del propio pueblo y la convierte en instinto y fuerza de corral.

Sin duda, el mal generalizado del español es la envidia

Algunos de los rasgos españoles fueron muy bien vistos en los días ahora tan lejanos. Porque una vez fuimos austeros, económicos en el gesto. La planta del español sobresalía en Europa por su estatismo, su aire donoso a la vez, como si el sentido del honor alcanzara una cualidad de relieve. La gravedad en el plante no venía sólo por la cuna castellana, sino que era común en el resto de hermanos peninsulares.Regodearse en tristezas es más fácil de plasmar en literatura que reflejar la dicha. Igual que hablar de los vicios suele acumular más páginas que señalar virtudes y bonhomías. Wiesenthal no rehúye los pasajes oscuros que nos retrotraen, por ejemplo, al terror que impuso la Inquisición (una iniquidad de orden más económica que religiosa, como concluye el historiador Henry Kamen).

Tampoco elude los excesos que trajo consigo la formidable empresa del Descubrimiento, si bien, sobre toda mancha, aflora siempre en el autor la admiración, su gratitud ante el fabuloso regalo –hoy en peligro– que con el tiempo ofrecería el imperio de ultramar por encima del mucho oro y la mucha plata: la muy enriquecida lengua española. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre no es sólo el título hermosísimo de una novela de Ramón J. Sénder. Es, visto todo en perspectiva (y más allá de venganzas y crueldades), el título que hoy abriga como ningún otro la gran epopeya, con su trallazo de contraluz, que vivieron aquellos hombres recios tocados por aquel horizonte de fortuna.

Leyendo a Mauricio Wiesenthal degustamos la escuela de los últimos grandes (Ortega, Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz, Madariaga, Marañón, Eugenio d’Ors). Nos hemos acordado también de otro añorado verso suelto, Luis Carandel, heterodoxo catalán, como Wiesenthal. A través de la crítica cultural sobre el temperamento, su instruir deleitando nos introduce lo mismo por la ondulación de la mística española que por el ninguneado siglo XVIII (así el padre Feijoo o el impagable Torres Villarroel, el gran Piscator de Salamanca).

Añadimos por último que, inmersos aún en la monserga catalana, La hispanibundia no intenta ensalzar las virtudes patrias por encima de los consabidos lastres. Pero sí nos eleva el ánimo, el amor sincero por la cultura de España. ¿Nacionalismo español? Recordaba hace poco Félix Ovejero que España, según distintos estudios internacionales, es de los países que tienen peor índice de orgullo nacional. Algo irritante para un supremacista del nordeste, necesitado de un colega para la bronca.

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