Opinión

La historia de los perdedores

FÉLIX Grande no era un historiador, sino un apasionado. No quiere ello decir que los historiadores no puedan ejercer su oficio con pasión. Lo que digo es que en Grande podía la pasión, el entusiasmo, a la veracidad histórica. De hecho, nunca se las dio de historiador. Por eso, a su historia del flamenco la llamó Memoria. En efecto, Grande recordaba de la historia del flamenco lo que convenía a su estética. A su ética. Como cualquier historiador, dirán ustedes. Pero, en el caso de Grande, no se sentía sujeto por la veracidad de los hechos. En este aspecto, no engañaba a nadie al seleccionar, de la historia de lo jondo o, incluso, de la historia de los gitanos, lo que le convenía a su estética. Por eso Grande no habla jamás en sus libros jondos de los triunfos de Carmencita en Estados Unidos o de cómo Manuel Vallejo llenaba plazas de toros. Al contrario, cuando alude a esto último, en la mal llamada Ópera Flamenca, es para denostarla como la época más nefasta del flamenco. De forma bien intencionada, esta manera de hacer historia ha sido, a estas alturas de la película, harto negativa para la recepción y comprensión de este arte nuestro.

Grande pertenece a esa nómina de poetas de los 50 en la que destacaron, asimismo, Caballero Bonald, Fernando Quiñones o Manuel Ríos Ruiz, que usaron el flamenco para hablar del régimen franquista. Ellos fueron la voz de los perdedores, de los maltratados, de los olvidados, de los ofendidos. Y en el flamenco encontraron la perfecta encarnación de estos ideales republicanos. Cosa que, en cierto modo, parecía lógica, dado el vínculo de tantos flamencos con la República. Pero que era una historia sesgada y parcial. Claramente parcial desde el punto de vista étnico. Para Grande, como para Caballero Bonald o Quiñones, los gitanos de sus historias eran la encarnación de toda minoría maltratada y ofendida. De los gitanos oprimidos se podía hablar abiertamente, no de otros colectivos masacrados. Así lo vemos en Persecución (1976), el espectáculo que Grande escribió y representó con El Lebrijano. Se trata de una historia del dolor infligido a los gitanos desde su llegada a la Península Ibérica. Así lo vemos en Memoria del Flamenco (1979), la particular historia de lo jondo de Félix Grande. Así lo vemos en su Cobrizo spiritual (1967) en donde, inspirado en la música afroamericana, canta los dolores del cantaor Manolo Caracol. Así lo vemos en las contraportadas de los discos de Paco de Lucía, adornadas, hasta Luzía (1998), con textos del poeta Félix Grande: un poeta que le canta al guitarrista que no fue, al guitarrista sin límites, al músico total, intuitivo, fascinante. Heredero de la tradición jonda. Una tradición jonda que Grande remonta a Zyriab. El flamenco, en la obra de Félix Grande, es un canto al mestizaje de nuestra tierra, de nuestro arte. Una bofetada a la pretendida uniformidad apostólico-romana de la historiografía oficial de los años 40 y 50. Algo que a las nuevas generaciones, desde luego, les resultaba completamente ajeno.

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