De libros

El encantamiento de las cenizas en la chimenea

  • Destino publica 'Demonios familiares', la novela póstuma e inacabada de Ana María Matute.

Demonios familiares. Ana María Matute. Destino. Barcelona, 2014. 184 páginas. 20 euros.

Tener una novela como Demonios familiares entre las manos explica, sin ambages, por qué un autor es un autor. Ningún otro escritor, que no fuera Ana María Matute, hubiera podido mostrar tan verazmente un cuento vestido para mayores; ningún otro hubiera podido presentar esos personajes que son nuevos y parecen eternos -porque, como muy bien explica Pere Gimferrer en el prólogo, el mundo de la Matute parece estar formado por "arquetipos poéticos, personajes de la conciencia"- y hacerlos crecer de esa manera en un puñado de páginas; pocos habrían podido ponerse a contar así, con un paso sencillo y elegante, como si acaso fuera fácil. Nadie sino ella, por supuesto, podría haber acabado esta novela.

Todo esto tiene una tremenda importancia en una época como la que vivimos, en la que parece que cualquiera puede escribir cualquier cosa; y en la que muchos títulos parecen escribirse sin sangre, en infinitas combinaciones de manos, copipegas y mecanizaciones varias. No. Aquí estamos hablando de contar, de intentar traducir el mundo -que es de lo que va esto, de lo que ha ido siempre- y de hacerlo con el máximo cuidado, lejos de imposturas.

En un principio, Demonios familiares fue concebido como una continuación de esa infancia que Ana María Matute recreaba en Paraíso inhabitado. Pero después, las palabras crecieron por sí mismas -tenían buena levadura- y terminaron desembocando en algo completamente distinto. Sí parece, sin embargo, una continuación vital de esa novela, dado que el principal punto de vista nos los ofrece una adolescente que intenta explicarse a sí misma, y explicarse la realidad que la rodea: una realidad que le es, por circunstancias, tan ajena, vasta y temblorosa como un continente nuevo. Un punto de partida referente en el imaginario de Matute y que era connatural a ella misma: una niña perdida, no en el bosque -el bosque, lo sabemos, era su amigo y aliado-, sino en el gran mundo.

Los Demonios familiares vienen a ser, es obvio, las sombras familiares del universo matutiano: los silencios, lo oculto, lo que se esconde bajo la alfombra, las caries y carencias. "Esta casa parece amasada con frases y palabras retenidas -reflexiona Eva, la protagonista-. Todas las paredes están hechas de silencio, hasta de aliento contenido".

A partir de ahí, de esa alteración, de esa desestructuración, la historia va tomando, quizá por inercia de cuentista eterna, elementos propios de la morfología tradicional de la narración. Hay un héroe que ha de vindicarse -¿cómo y de qué manera?, nos sugiere Matute, pues apenas cuenta con pistas ni armas-; hay un monstruo o monstruos -encarnado por los silencios, pero también por esa figura, castradora, espectral, de la abuela, a la que llaman "Madre": "Ella fue la culpable de que fuera una niña prisionera"-; hay un objeto amoroso, inesperado, inalcanzable, casi surgido del mundo del bosque; hay una casa encantada -en la que se desarrolla la mayor parte de la acción, y a la que llaman en el pueblo "la casa de los fantasmas"-; hay un misterioso ayudante, en la figura de Yago - "No vayas al bosque", llega a advertir a la protagonista-; tenemos a un monarca inaccesible y controlador (El Coronel), y está Magdalena, esa especie de Baba Yaga benigna y doméstica -"Magdalena ve a través de las paredes, oye a través de la espesura de los bosques, huele la lluvia en el vientre de las nubes..."-. El mundo exterior, aun en guerra y cercano -"podíamos escuchar el rudo de la artillería como si estuvieran en casa"-apenas se las arregla para actuar como acelerador en toda esta urdimbre.

Demonios familiares va creciendo hasta entrar en punto de eclosión -con unos personajes que se esponjan de manera extraordinaria, especialmente Yago, ese ser tan caro de las sombras-, andando y dejando puertas entre abiertas a su paso -¿es una historia de mezquindad o de redención?, ¿es una historia de crecimiento?, ¿es una historia de fantasmas?-.

No sabemos si Ana María Matute asumió ésta como una última novela. Pero sin duda sí que la asumió como un reto -fue un reto: Matute llevaba años protestando de su mala salud y, sobre todo, de sus vértigos, que prácticamente la anulaban- y nos ha dejado un relato extraordinario, un excepcional ejemplo de cómo y de qué manera, con qué delicadeza, se pueden contar las cosas, historias nuevas que llaman (sin avergonzarse) al niño de dentro, historias nuevas que son de siempre, pero que nos rinden con el encantamiento de las cenizas en la chimenea.

La última palabra que dejó escrita Ana María Matute es "Mada". Un nombre que despierta al inconsciente y nos dice: la madre, el hada. Creo que no lo habría podido encontrar más adecuado.

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