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Centenario de Miguel Delibes

Escritor sobre fondo gris

  • El gran autor vallisoletano firmó en los años 50 y 60 inolvidables crónicas rurales, centradas en la defensa de una dignidad humana sometida a las pruebas de la conmiseración y el desprecio

El escritor Miguel Delibes (Valladolid, 1929-ibidem, 2010), entusiasta de la pesca, posa con una trucha recién capturada.

El escritor Miguel Delibes (Valladolid, 1929-ibidem, 2010), entusiasta de la pesca, posa con una trucha recién capturada. / Efe

En sus últimos años, Miguel Delibes, Don Miguel, como lo llamaban litúrgicamente los periódicos y las enciclopedias, yacía oscuramente en su domicilio vallisoletano. "Soy un desastre –se le oyó decir–, y los demás me ven como un desastre". El pesimismo que le había roído desde su juventud, y que encontró plasmación en muchos de sus relatos mayores, había acabado por acampar en su salón y en convertirse en uno más de sus inquilinos, que interrumpía todos sus almuerzos y duermevelas. No importaba demasiado, o no a él, que poco tiempo antes hubiera dado a la imprenta un título maestro, El hereje, donde, en clave de novela histórica, se describen los avatares de un criptoprotestante en el Valladolid del siglo XVI. Algo más que el viejo halo de fatalismo le asfixiaba: un cáncer de colon del que no podría librarse había comenzado a morderle desde el fondo. Y, sobre todo, estaba el cuadro: el retrato que velaba desde lo alto del comedor, una mujer vestida de rojo sobre un fondo gris, su esposa Ángeles, cuya muerte le había devastado hacía ya el vértigo de treinta años.

Ese fue justamente otro de sus últimos libros, acaso el más íntimo y descarnado, Señora de rojo sobre fondo gris: una suerte de altar privado donde oficiar el homenaje a la única persona que dio sentido a su vida, cuya marcha redujo todas las estaciones a una helada perpetua. "Con su sola presencia –escribiría en una página, haciéndose eco de una frase de Julián Marías–, ella aligeraba la pesadumbre del vivir". Las décadas posteriores a la desaparición de Ángeles fueron un poco el periplo de un fantasma por una casa vacía, sin rincón al que acogerse. Recibió doctorados honoris causa por parte de diversas universidades españolas y extranjeras, comenzando por la de Valladolid; publicó otro de sus títulos señeros, Los santos inocentes, que, al ser trasladado a la pantalla grande por Mario Camus, le granjeó una popularidad de la que paradójicamente había carecido hasta entonces. Su elección para el sillón e de la Real Academia, acaecida también por entonces, no tuvo poder para conjurar la enorme tragedia de la pérdida, la supresión de la figura de Ángeles, que tendría lugar en 1974, a sus cincuenta años. Al remontarse más allá de esta orilla, que dividía la Tierra en dos, la memoria de Don Miguel encaraba, según él mismo lo testimonió no pocas veces, la mitad solar de su biografía.

En 'El Norte de Castilla' pulió sus armas y afiló la pluma durante casi cinco lustros

Poco antes de su ingreso en la Academia había publicado El príncipe destronado, una curiosa meditación sobre la pedagogía y los rumbos laberínticos a los que a menudo somete a los niños que empiezan a dejar de serlo. El tema era oportuno: la prole de Don Miguel se componía de siete hijos, y resulta fácil sospechar que sus obligaciones laborales, entre las clases y la dirección del periódico, por no hablar de otro tipo de letras, le harían encarar con cierta incomodidad sus ratos con la familia. Por cierto que de todos ellos, Miguel, Ángeles, Germán, Juan, Adolfo, Camino, hasta cinco eligieron carreras vinculadas con la Biología o el mundo rupestre (incluido un prehistoriador), lo cual da cuenta de la probable educación que recibieron en casa: no es un secreto que Miguel Delibes fue un amante inveterado de la naturaleza, de sus alrededores, de sus múltiples afluentes y recovecos, aunque no probablemente un ecologista. Durante la segunda mitad de los setenta, aparcada la ficción, publicó hasta tres volúmenes de caza y pesca, donde detallaba sus alegres monterías en el campo que poseía en Sedano, provincia de Burgos. Su primera aparición pública como escritor, en 1942, fue un artículo en El Norte de Castilla con el título El deporte de la caza mayor.

Aquí, en el periódico vallisoletano, pulió sus armas y afiló la pluma durante casi cinco lustros. En 1965 estaba a punto de aparecer Cinco horas con Mario, novela y luego pieza de teatro con la que seguramente la posteridad ha elegido asociarlo, cuando renunció a su puesto de director de la cabecera, fundamentalmente por colisiones con la censura y, sobre todo, con Manuel Fraga, que trataba de convencerle de que la censura no existía. Había sido subdirector en la misma redacción desde 1952, y articulista desde diez años antes; su andadura comenzó con el caricaturismo, bajo el seudónimo Max, en las tristes tardes de la posguerra. Por entonces, el oficio del periodismo era una cosa mucho más elemental, profunda y sucia de lo que es hoy, que Don Miguel, en sus últimas visitas a un periódico, admitió no reconocer: "Lo mío era la linotipia, la teja y el chibalete".

Su obra es a menudo una espeleología nada obsequiosa de la naturaleza del individuo

Los cincuenta y primeros sesenta constituyeron su etapa de maduración, donde se iría gestando el escritor que la otra orilla del tiempo debería ensalzar. Crónicas rurales, centradas en la defensa de una dignidad humana sometida a las pruebas de la conmiseración y el desprecio (Las ratas, de 1962, y El camino, de 1950) se combinaban con una espeleología nada obsequiosa de la naturaleza del individuo, capaz, para justificarse, de los peores embustes y mistificaciones inducidas (Mi idolatrado hijo Sisí o La hoja roja, de 1953 y 1959). Toda esta larga veta de derrotismo y huida, de intento de disolver los acosos interiores en el recurso al horizonte del árbol y la golondrina, comenzó con La sombra del ciprés es alargada, ganadora del Premio Nadal en 1947. Muy patentemente, la carrera de Don Miguel, que entonces era sólo Miguel, despierta con un hecho axial, el más luminoso de su vida: su boda con Ángeles apenas un año antes. Como regalo de desposorios, él recibió de ella una máquina de escribir, y ambos pasaron la luna de miel en Molledo, que sería luego escenario de las correrías de Daniel el Mochuelo en El camino. Parece entonces inevitable que la máquina comenzara a fallar cuando faltó la fuerza que la sostenía bajo los dedos. La misma fuerza que seguía observando, en las tardes nubladas, desde el retrato del comedor sobre un fondo gris, remontándose a los días de antaño: "Cuando una persona entra en uno, se hace indispensable y no es fácil olvidarla".

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