La casa eterna | Crítica

Historia íntima

  • Yuri Slezkine entrega una monumental y curiosa saga de la Revolución rusa a través de la historia de la conocida como Casa de Gobierno, un edificio de Moscú

La Casa de Gobierno, en una imagen de mediados de los años 30.

La Casa de Gobierno, en una imagen de mediados de los años 30. / D. S.

Todavía hoy, un imponente complejo de hormigón armado amenaza al paseante en el codo del río Moscova que se opone al Kremlin. Es el diseño de Boris Iofán, gran estrella de la arquitectura comunista que concibió también el famoso pabellón de la Exposición de París de 1937 (con el obrero y la campesina) y, sobre todo, el delirante Palacio de los Sóviets, de trescientos metros de altura, rematado por una estatua de Lenin que podría divisarse en varios kilómetros a la redonda y que, despiadada, la realidad dejó en los cimientos. Lo de enfrente del Kremlin (hoy edificios de apartamentos particulares) fue conocido en su día como la Casa de Gobierno: una combinación de bloques de viviendas, teatro, club social, biblioteca, guarderías, ambulatorio, que tenía por misión servir de residencia a las principales familias del régimen.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Una historia de la Casa de Gobierno, razonó acertadamente el eslavista Yuri Slezkine, podría equivaler a una historia íntima de la Unión Soviética. Porque siguiendo, de piso en piso y de local en local, las principales peripecias de sus habitantes puede reconstruirse sin aparente esfuerzo la sucesión de hitos que convirtieron a Rusia en la nación más luminosa y terrible del mundo, patria a la vez de la igualdad y del gulag, de la economía y el asesinato planificados. Entre los inquilinos de la Casa Eterna del Socialismo se contaron, por ejemplo, Alexandr Arósev, líder del levantamiento bolchevique en Moscú, diarista y memorialista de fuste, encargado de las relaciones culturales con el extranjero y anfitrión (no sólo) de Rafael Alberti; Mijaíl Kóltsov, corresponsal de Pravda y ensayista, reportero de la Guerra de España al que Hemingway retrató en Por quién doblan las campanas como el "más inteligente y más digno, más insolente y simpático" de todos los hombres; Boris Zbarski, director del Laboratorio del Mausoleo Lenin y uno de los artífices de su embalsamamiento, o, como lo llamó la comisión creada al efecto, su inmortalización.

Las existencias de todas estas personas, que también son personajes, se imbrican, entrelazan, enredan, confunden, componiendo un enorme tapiz que, como bien reza el subtítulo de la obra, equivale a la gran saga de la Revolución rusa. Sabemos ya que los eslavos son escritores de largo aliento; a Guerra y paz o El Don apacible, Slezkine suma ahora este monumento de 1.600 páginas en cuarto, que aporta la originalidad, creo, de la técnica ensayística. Abandonando la predecible novela-río, la crónica familiar o el desarrollo épico, el autor escoge una curiosa mezcla de memorialismo, anal histórico y tratado de historia de las religiones. Porque, si alguna originalidad ha de serle imputada, es precisamente la del enfoque: contra décadas de interpretaciones materialistas y simplismos basados en ecuaciones políticas de tres al cuarto, Slezkine propone tratar a los bolcheviques como lo que realmente fueron, una secta religiosa llevada por la promesa homicida de sus ideales a instaurar el paraíso en la Tierra.

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