Cultura

Wisconsin es Hobbitton

  • La primera novela de Nickolas Butler, que edita Libros del Asteroide, habla de raíces, conexiones con la naturaleza y cariños de baja flema y largo alcance.

Canciones de amor a quemarropa. Nickolas Butler. Trad. Marta Alcaraz. Libros del Asteroide. Barcelona, 2014. 344 páginas. 21,95 euros.

El plato en el que deslizan estas Canciones de amor a quemarropa es el idóneo, admitamos, para leer en jornadas de invierno -allá donde quiera que haya invierno, vaya-. Una declaración de amor al olor a chimenea, la música compartida, las camisas de cuadros y el picor de la nieve a punto de caer. El refugio perfecto, digamos, para los grunges trasnochados en los que nos hemos podido llegar a convertir unos cuantos. Los grunges trasnochados necesitan cosas así de tanto en tanto, ya van para viejunos, tienen su corazoncito.

Nickolas Butler ha trabajado -reza la solapa de la novela- de vendedor de perritos calientes, de teleoperador, de gerente de hotel, en un tostadero de café y de dependiente en una licorería. Circunstancia que puede llegar a convertirse en un excelente reclamo: se abren las posibilidades de encontrar a un narrador no viciado, a alguna gran esperanza blanca. Y en ese sentido, Butler lo consigue: el que muestra en Canciones de amor a quemarropa -gran traducción, por cierto, de Marta Alcaraz- es un pulso sentido pero no afectado, presentándonos una primera novela que habla de raíces; de la conexión con la naturaleza, de los cariños de baja flema y largo alcance, de la vida bien entretejida. De la vida en contacto, en definitiva; de la vida -diríamos en términos modernos- desconectada.

Se le queda a uno en el paladar cierta nostalgia ludita tras zamparse estas rapsodias a quemarropa. Despierta en el lector esa tentación tremenda de coger un coche y perderse en una nada en la que no dar explicaciones -¿y qué es tentador, sino esto?-; ese afán -lo tenemos todos, lo sé- por esconderse en un rincón apartado con un vetusto equipo de música, una máquina de escribir -no sabemos si hay conexión a Internet, pero no se la espera-y café, café a espuertas. Y un buen whisky. O un mal whisky. Todo para dejar que la ropa termine oliendo a leña y recibir visitas casi como quien recibe a un aparecido. En recrear esta pulsión, este clima, es bien cierto, consiste el mayor logro de esta novela: Butler consigue plasmarlo en sus páginas como una calcomanía.

Canciones de amor a quemarropa tiene en mí, sin embargo, a una difícil lectora: no creo en chauvinismos ni en supersticiones mistéricas tal que el lugar en el que naces, de alguna forma, termina conformándote en una especie de Pentecostés inevitable. Cosa que sí parecen creer tanto el autor como los protagonistas de la historia. Partiendo de distintos registros -el texto se estructura de manera coral-, todas las canciones terminaban teniendo, al cabo, la misma voz. Los atardeceres nucleares que provocan las gramíneas, los cuervos sobre los maizales, los silos abandonados, los neumáticos ardientes, la nieve esponjosa y extraterrestre, el sonido del crepitar de la aguja del tocadiscos, los vilanos de diente de león al vuelo, las -no sé- tartas de ruibarbo. Todo eso puede darte bien fuerte, es comprensible, en la línea de flotación y no dejarte remontar jamás. Pero al fin resulta sospechoso -y chirriante- que cada una de las voces venga a cantar lo mismo.

Canciones de amor a quemarropa es una novela, por otro lado, no sé si puramente conservadora pero sí claramente conservacionista. El mensaje es claro: sólo hay una manera de redimirse, y pasa por ese cierto ludismo, por el amor a la tradición y los seres cercanos y por la formación de una familia -si no es así, no importan las circunstancias, eres un ente frívolo y desnaturalizado y te disolverás en la narración, ¡plof!-. También aquí todas las voces cantan lo mismo.

"En la ciudad -reflexiona uno de los personajes-, uno deja la puerta abierta y entran a robarte; en Wisconsin dejas la puerta abierta y te visita un coyote". Un coyote que prácticamente te hace mimitos. En fin. Wisconsin es Hobbitton con más tractores; Hobbitton es Wisconsin con más enanitos.

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