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Cultura

Visiones del Otro Mundo

  • Atalanta reúne los llamados 'Libros proféticos' de William Blake en una espléndida edición que reproduce los grabados originales y permite por primera vez una lectura íntegra del conjunto.

Los libros proféticos, I. William Blake. Ed. bilingüe. Introd. Patrick Harpur. Trad. y prefacios Bernardo Santano. Atalanta. Gerona, 2013. 705 páginas. 58 euros

Puede que William Blake fuera "el menos contemporáneo de los hombres", como lo calificó Borges, pero lo cierto es que no estaba desvinculado, pese a su desafiante originalidad, de otros espíritus inconformistas en los años convulsos de entre siglos. Esto ya lo vio Bloom y ha sido analizado por otros estudiosos que desmienten o matizan la idea del artista aislado, precisando que hablamos de un creador absolutamente singular pero al cabo indisociable de su época, contra cuyos principios -que eran los de la Ilustración tardía- arremetió desde una fe ciega en la existencia de realidades ajenas a los fundamentos de la ciencia, que por otra parte no negaba. En más de un sentido Blake fue un reaccionario, opuesto al racionalismo que excluía cualquier dimensión trascendente, pero su propuesta, aunque tomara elementos de la religión o de las religiones, tampoco puede calificarse de religiosa -no era nada partidario de los credos instituidos- y por ejemplo en lo que se refiere al sexo sostenía opiniones muy alejadas de la moral predominante. En el plano de la política, el poeta saludó las revoluciones americana y francesa antes de que el Terror en el que degeneró esta última le hiciera apartarse de sus crímenes, derivados a su juicio de las miserias del materialismo. Su mitología personal tiene puntos en común con autores como Böhme o Swedenborg, pero nadie fue más allá que Blake a la hora de concebir un imaginario propio.

El más temprano y heterodoxo de los románticos ingleses suele ser sinónimo de esa poesía alucinada y visionaria que caracteriza el largo último tramo de su evolución, plasmada en los llamados Libros proféticos, un adjetivo que no alude en este caso a la presciencia sino a la capacidad de ver más allá de lo real. Hubo un Blake más cercano y transitable, el de los Esbozos y las Canciones, que en palabras de Jordi Doce "es menos sistemático pero tal vez más moderno (e igualmente subversivo)". Superada la edad de la Inocencia, sin embargo, el autor de estos Libros es un poeta muy distinto, más citado que leído y casi nunca editado con el cuidado que merece, teniendo en cuenta que los títulos del ciclo fueron minuciosamente concebidos como verdaderas obras de arte, en las que los textos -a veces en prosa- conviven con las ilustraciones del propio Blake, pintor y grabador además de poeta. Es difícil por ello restar importancia a la espléndida edición de Atalanta que no sólo recoge ese ciclo completo, los textos originales y una traducción impecable de Bernardo Santano, sino que se presenta acompañada de buenas reproducciones de las planchas salidas del taller de Blake, un esforzado amanuense, desdeñoso de la incipiente era industrial, que caligrafiaba e iluminaba artesanalmente sus versos, con imágenes poderosas que dejaron perplejos a sus contemporáneos y serían más tarde redescubiertas por los prerrafaelitas, los primeros en apreciar el excepcional valor de una iconografía tan extraña como seductora, a la vez arcaizante y adelantada a su tiempo.

Precedido de una introducción entusiasta de Patrick Harpur -cómodo en un terreno, el de la simbología hermética, no siempre hospitalario- y de otra igualmente valiosa del traductor, que presenta cada uno de los libros en prefacios breves pero aleccionadores, este primer volumen recoge doce libros de Blake, desde Tiriel (1789) hasta el inacabado Vala, o los cuatro Zoas (1797-1804), ambos bastante menos conocidos que otros títulos del ciclo como El matrimonio de Cielo e Infierno (1790), La Revolución francesa (1791) o Visiones de las hijas de Albión (1793). El segundo volumen de la obra, en preparación, incluirá Milton: poema en dos libros (1804-1810) y Jerusalén, la emanación del gigante Albión (1804-1820), más un glosario, no en absoluto superfluo, que promete arrojar algo de luz sobre el entramado de nombres y conceptos, a veces cambiantes, que forman la abarrotada mitología de Blake, caracterizada por una simbología compleja y por momentos abstrusa -pero no incoherente- que podemos descifrar, no sin dificultad, gracias a la labor de estudiosos como Kathleen Raine, cuyos Ocho ensayos sobre William Blake ha traducido Carla Carmona para la propia editorial Atalanta.

La de Blake fue una antimodernidad paradójica, poco o nada apreciada por sus coetáneos que lo tenían por un loco extravagante. Ya de niño, antes de ingresar como aprendiz en un taller de grabado, el hijo del mercero había tenido visiones que con el tiempo se hicieron más arduas o sofisticadas. Apoyado en ellas, el poeta se entregó a la forja de un sistema de referencias míticas que partiendo de fuentes diversas -el neoplatonismo, la Biblia, el gnosticismo, la cábala, el ciclo artúrico o las cosmogonías del Oriente- se materializó en un vasto universo poblado por criaturas de nombres extraños. "Siempre tuvo un pie en el Otro Mundo", dice Harpur, pero no es necesario compartir la creencia de Blake en el reino de la Imaginación -diferenciado de la mera fantasía- para celebrar su propuesta excesiva, excéntrica y fascinadora, debida a un hombre enigmático que en su lecho de muerte cantaba "sus propias canciones de dicha y alabanza", mientras seguía escuchando las voces de los ángeles.

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