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Noches en Limehouse | Crítica

En los crudos bordes de Londres

  • La editorial sevillana Maclein y Parker reivindica la obra y la figura de Thomas Burke con la publicación de este volumen de relatos

Thomas Burke (Londres, 1886-1945).

Thomas Burke (Londres, 1886-1945).

Podrá leerse en la documentación de la que nos ha dado por atiborrarnos en esta era de empacho y frenesí pseudoinformativo en las vísperas de un viaje que el East End de Londres es el barrio "con más estilo" de la capital del Reino Unido. Y las palabras glamour, modernidad y alternativo brillarán como neones en la noche para cegar al turista que ya tiene demasiado vistos (y fotografiados desde todos los ángulos imaginables, con y sin selfie) el Big Ben, Trafalgar Square o cualquiera de los puentes sobre el Támesis. Hasta la leyenda muy negra y muy roja de Jack el Destripador, de tan moldeada, ha perdido con la publicidad y el mercadeo turistizantes aquella atracción fatal por la casquería histórica con la que a veces saciábamos la sed de morbo y terror.

Pasearemos ahora, pues, ya casi a las puertas de los años veinte del siglo XXI, por un barrio chic, molón, cool, guay y hasta flama, según la jerga que prefiera cada cual, pero hace un siglo, año arriba año abajo, el East End londinense estaba muy lejos de ser nada de eso, era un sitio inhóspito, sucio y pobre, muy pobre, ajeno a las normas sociales más elementales en el que la miseria y la delincuencia eran hermanas gemelas que lo mismo se soportaban que se echaban a matar, para perjuicio siempre de la primera. Es en este escenario de calles fangosas y malolientes, enfermo y tóxico, donde se suceden las historias de Noches en Limehouse, de Thomas Burke, que llega al lector en castellano gracias a la traducción de Gloria Jurado para la editorial Maclein y Parker, lo que supone además su estreno en la publicación de un autor de otro idioma.

Nos adentramos pues, de esta manera, y de la mano de Burke, en un laberinto de calles y de vidas, unas y otras sin salida, un sitio en el que se erige como un mantra monocorde el aserto de que la desdicha es múltiple, una parte del mundo que más allá del blanco y negro sólo se reconoce en el gris del humo del opio y del nublado londinense. Se trata de un lugar en el que una "terrible y mefítica" penumbra cubre las dársenas de East y West India Docks por las que transitan como buscavidas jugando al escondite con la muerte árabes, lascares, gente de las islas del Pacífico, chinos e hindúes, "cada uno portando su propio perfume". Y con ellos, mujeres, mujeres británicas. Casi niñas. A veces sin casi, criaturas de "brillo élfico" ansiando la belleza en una caja de chocolate o en una lata de galletas, tan lejana, tan inalcanzable en ese agujero de Limehouse y Poplar que no dudan en tirar de la alternativa que les queda, esa capacidad de quemar el corazón de los hombres, para hacerse con ella.

Burke contó las historias de estas chiquillas. Como la de Marigold, en El padre de Yoto, o como la de Lucy en El chino y la niña, narraciones con las que demostró que se puede "descubrir belleza fascinante en los restos de baldosas destrozadas". Aunque para ello "se necesite ser un futurista". Probablemente. Lo fuera o no, el considerado padre del cine moderno, D. W. Griffith, echaría mano del segundo relato citado para rodar Lirios rotos, con Lilian Gish como protagonista. El autor de Intolerancia –que adaptó para el cine algún relato más de Burke– no fue el único prohombre del cine que reparó y se interesó en la obra del escritor. Charles Chaplin lo conoció personalmente y encendió elogios para su trabajo Noches en Limehouse. En su biografía, Chaplin cuenta cómo vagó por el barrio de Limehouse junto a "un hombrecillo tranquilo e impenetrable, con una cara que me recordaba el retrato de Keats". Nunca dijo Burke a Chaplin ni una palabra durante sus recorridos por aquellas calles. El director y protagonista de Vida de perro entendió a la perfección que "era su forma de mostrármelas".

Fueron las de Griffith y Chaplin algunas de las reacciones positivas que paliaron el rechazo y la aversión que sufrió el libro de Burke. Publicado en 1916 –año que muere Jack London, que en 1903 había dado a conocer con El pueblo del abismo sus experiencias en el East End–, Noches en Limehouse es, en palabras del escritor Juan Bonilla –que lo señala como uno de los cinco mejores libros de autores no españoles publicados en este país en 2018–, una colección de "crudísimas historias de pobreza, soledad, entumecimiento moral y violencia" a través de las cuales y "sin necesidad de muchas herramientas retóricas" Burke levanta "un paisaje estremecido".

A través de estas historias Burke levanta, según el escritor Juan Bonilla, "un paisaje estremecido"

La élite biempensante de la época, con el control de los medios en sus manos, reacciona entonces en tromba contra el "agitador" Burke, alguien que había tenido la osadía de haber descrito en sus cuentos no ya que en Limehouse niñas recién llegadas a la pubertad protagonizaran situaciones indecentes, cuando no violentas, sino algo aún mucho más grave para el remilgado e hipócrita conservadurismo británico: que esas situaciones vinieran a reflejar las relaciones interraciales entre inmigrantes asiáticos y jóvenes blancas en el que terminaría siendo el primer barrio chino de Londres. Y lo hizo Burke sin juicios de valor, con cero moralina y mucho menos racismo. De manera que a muy escasas millas de aquella Gran Sentina, los salones de té con el retrato de Jorge V y seguro que también con el de su abuela, la omnipresente y muy austera reina Victoria, temblaron. Y su reacción fue la de siempre: el libro de Burke llegó a prohibirse, la prensa lo vapuleó con críticas despiadadas y los libreros le negaron sus estanterías y escaparates.

Pero ha llegado ahora a nuestras librerías. Un siglo después de su publicación Noches en Limehouse no ha perdido ni una micra de valor literario. Podemos, para comparar, echar mano del ejemplo del envejecimiento del buen whisky y concluir que con el libro de Burke ocurre lo mismo. Lo consigue porque escribiendo acerca de lo que ocurría hace cien años en un barrio concreto de una ciudad concreta, el autor británico demostró, como consiguen hacer los grandes, que los temas universales trascienden las fronteras locales y zarandean al lector en su sillón –emocionándolo, enfureciéndolo y obligándolo a reflexionar– esté donde esté, en Londres, en Madrid, en Roma o en Sevilla, porque todas las ciudades siguen teniendo –hoy, sí, cien años después– habitantes intentando sobrevivir como pueden en sus "crudos bordes".

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