Viajes fabulosos. Entrega III

En la otra orilla

  • Homero, Dante, Philip K. Dick o el singular visionario sueco Emmanuel Swedenborg se atrevieron a imaginar con singular potencia un destino más misterioso y lejano que ningún otro: el más allá

Ilustración de Gustavo Doré para la 'Divina Comedia' de Dante.

Ilustración de Gustavo Doré para la 'Divina Comedia' de Dante. / D. S.

Igual que sucede con todo lo demás, tampoco viajar es ya lo que era. Poco queda en esas dóciles reatas de turistas con riñoneras del explorador que violaba la selva virgen en busca de las fuentes últimas de los ríos de leyenda, o, si a ello vamos, del heroico astronauta en las masas de colores verde y fucsia que giran frente al monumento de turno en el autocar.

Hasta la llegada de los turoperadores, el viaje constituía una experiencia, un desafío a los límites, una búsqueda de sí mismo: con el fin de encontrarse, el viajero debía aventurarse, en la expresión de Corto Maltés, siempre un poco más lejos. Y así, según sabemos por nuestras entregas anteriores, se penetraron desiertos y arboledas, se profanaron las cumbres y el fondo de la Tierra, se llegó a mundos extraños colgados de lo alto de la noche. Pero existía un destino más misterioso y lejano que ningún otro, del cual no se vuelve a menos que uno cuente con un salvoconducto en toda regla: el más allá.

Si exceptuamos a Enkidu, que en el Poema de Gilgamesh visita el infierno en un sueño, el periplo más antiguo que conocemos a la otra orilla es el de Ulises en el canto XI de la Odisea. Una vez arrancada la promesa a la maga Circe de que le ayudará a regresar a su reino, Ulises recibe una serie de instrucciones que le permitirán entrevistarse con el adivino Tiresias, prisionero en la casa de la muerte, y poner rumbo al ocaso hasta que, bajo la luz menguante, finaliza el mundo que conoce.

Allí, en la confluencia de tres ríos (el Aqueronte, el Piriflegetonte y el Cócito), las sombras de los desaparecidos se aproximan, titubeantes, al plato de sangre que Ulises ha colocado en el suelo, ansiosos por beber y narrar sus desventuras. El más allá de Homero es un yermo triste, indefinido, por donde las almas vagan sin un objeto preciso, añorando la carne que les hacía ser; cuando Aquiles, el mayor héroe aqueo, es saludado como el más eminente de los fantasmas que pueblan la ribera, él cabecea: antes preferiría ser esclavo del último hombre vivo que monarca del imperio de los muertos.

La penumbra y el aire borroso del inframundo griego contrastan con la luminosidad, la nitidez casi febril en los detalles del extraño país de la 'Divina Comedia'

La penumbra y el aire borroso del inframundo griego contrastan con la luminosidad, la nitidez casi febril en los detalles, que transmite el extraño país por donde deambula Dante Alighieri en la Divina Comedia. Aquí, a diferencia de las vaguedades previas, existe una topología concreta, contornos y fronteras, personajes de perfil que se desdibujan sobre escenarios nutridos de pormenores, como en los frescos de los pintores de la misma época.

Nueve son los circuitos del Infierno, que se hunden concéntricamente bajo la tierra castigando todos los delitos tipificados, siete las terrazas del Purgatorio en su ascenso hacia la luz: y otros nueve los cielos aristotélicos que, poblados de ángeles y bienaventurados, cantan eternamente la gloria del Altísimo, ese esplendor extremo, final, del que Dante no puede dar testimonio sin que la lengua le desfallezca. Igual que Orfeo, el florentino visita la muerte en busca de una mujer, Beatriz, que le hizo en vida abandonar las frivolidades de la poesía cortesana para dedicarse a la búsqueda de la palabra verdadera: alumbrado por el aura de su fantasma, ascenderá del fondo del mundo a su cúspide y, como buen turista, verá todo lo que hay que ver.

El más allá de Homero es una especie de descampado, el de Dante una colonia penitenciaria y un parque natural: ninguno de ellos se parece al que recorrió, en sus diversas excursiones, el visionario sueco Emmanuel Swedenborg. Hasta bien avanzada su edad, Swedenborg se distinguió por su entrega al ideal científico de la Ilustración. Infatigable polígrafo, hombre de vastos saberes, abarcó con igual destreza el álgebra, los hexámetros latinos, la investigación mineralógica, la anatomía, la relojería, la óptica.

Emmanuel Swedenborg llegó a la conclusión de que el Infierno tiene la forma de un hombre

Una noche de 1745, un desconocido apareció de repente en el cuarto Swedenborg en Londres, le confió que venía de parte de Jesucristo y le ordenó levantar acta de las regiones que aguardan al hombre tras la baliza de la muerte. Así, durante los casi veinte años restantes, Swedenborg se consagró a engrosar los doce prolijos volúmenes de sus Arcana coelestia con detalles sobre la geografía del otro lado. Según comprobó en sus visitas, el infierno posee la forma de un hombre, y corresponde menos a un lugar que a un estado de ánimo: basta con sufrir o con odiar, con dejarse arrastrar por la vileza o el asco, para estar en el infierno. De ahí a afirmar que ya estamos en él, sin el trámite de morir primero, o que morimos tiempo atrás y no nos dimos cuenta, hay sólo un paso. Que fue el que precisamente dio Philip K. Dick.

Las experiencias del enciclopedista sueco y del autor norteamericano de novelas baratas son curiosamente simétricas. En 1974, al recibir la visita de una empleada farmacéutica, Dick comprendió de golpe que el universo entero es un plan concebido por la divinidad para salvar a sus elegidos y que él debía dedicar todos sus arrestos a interpretar los signos que iba abandonando en los rincones. El mejor de sus relatos, Ubik, narra cómo un grupo de mercenarios enviados en misión a la Luna presencian, en una emboscada, la muerte de su jefe, Glen Runciter: antes de que la realidad, o lo que consideramos tal, empiece a deteriorarse enigmáticamente y pierda la solidez y el aplomo con que suele convencernos.

En cierto momento, en los azulejos de un cuarto de baño, los personajes encuentran esta pintada con la caligrafía del propio Runciter: Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Y es porque, en efecto, lo que dichos personajes consideran mundo real es sólo un simulacro generado mecánicamente, porque fueron ellos, y no Runciter, quienes murieron en la Luna... En el giro final de Dick, no hace falta viajar para encontrar el más allá: estamos ya en él. Un más allá poblado de supermercados, televisores, aire acondicionado y turistas en chándal, muy acorde con los estándares contemporáneos.

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