La democracia es un tranvía | Crítica

La Turquía del bigote ralo

  • Andrés Mourenza e Ilya U. Topper publican una notable crónica de la carrera política del controvertido Erdogan, que es a su vez un incisivo retrato de los tensiones en el seno de la sociedad turca

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. / D. S.

Quizá no haya un país tan paranoico y entretenido como la moderna Turquía. Su enclave binario entre Oriente y Occidente va más allá del pesado cliché asociado a sus encantos geográficos. Quiere decirse que, desde el fin de la era otomana y la fulminante creación de la República en 1923 por parte de Mustafa Kemal Atatürk, el país ha vivido en una continua tensión de identidad.

Creemos que el mérito de este libro no es tanto el de ofrecer un retrato corredizo del hoy presidente Recep Tayyip Erdogan. Se trata, eso sí, de una notable crónica periodística, que va desde su forja en la política de los años 80 a la megalomanía actual, y que se refleja, muy horterilmente, en el Palacio Blanco presidencial de mil habitaciones levantado en Ankara.

A nuestro juicio la cualidad del libro reside más en el agitadísimo fresco que aquí se ofrece, en general, sobre la política reciente de Turquía. Hablamos, por tanto, de una completa disección, que nos muestra el cuerpo, la anatomía social del país, y en donde la tensión nerviosa hace mella, provocando colapsos y salidas a las bravas (llámense golpes de estado).

Hay que saber entender el revoltijo turco. El kemalismo histórico cimentó un estado republicano, purgado y occidentalizado con brutal rapidez. Se impondrá con cemento el laicismo y, de paso, una idea de conciencia práctica sobre un pueblo habituado a otro marchamo. Hablamos en este segundo sentido del poso cultural, la religión, los halos conservadores que siempre han imperado en gran parte de Anatolia.

La figura de Erdogan emerge como claro ejemplo de estas tensiones ingénitas. Lejos quedan ya los años en los que su familia (oriunda del Mar Negro) llegara al barrio estambulí de Kasimpasa, una amalgama de casas baratas situada junto al pestilente Cuerno de Oro. Los inmigrantes, venidos en aluvión, llegaban a un solar y en una sola noche edificaban su precaria casa. Se extendía la creencia popular de que quien así lo hacía tendría derecho de propiedad sobre el terreno (gecekondu significa colocado en una noche). Como indican los autores, todo lector de Orhan Pamuk conocerá que éste es uno de los argumentos de su novela Una sensación extraña.

Los periodistas Ilya U. Topper y Andrés Mourenza, corresponsales en Estambul de la Agencia Efe y 'El País', respectivamente. Los periodistas Ilya U. Topper y Andrés Mourenza, corresponsales en Estambul de la Agencia Efe y 'El País', respectivamente.

Los periodistas Ilya U. Topper y Andrés Mourenza, corresponsales en Estambul de la Agencia Efe y 'El País', respectivamente. / D. S.

El hoy presidente sacrificó una prometedora carrera como futbolista. A cambio iría cincelando una carrera por el poder situada en torno al islamismo político. Del Refah de su maestro Erbakan, Erdogan y los suyos crearán el ahora todopoderoso AKP, un partido que por entonces alumbraba con luz propia la convulsa escena turca.

Literalmente, el partido visualizaba su espíritu originario en su logo: una bombilla encendida. Tenía y tiene aún los colores azul, naranja y blanco, los de los partidos del espectro liberal-conservador. Durante unos años de idilio con Europa, el AKP se asoció a la democracia cristiana europea, pero en versión musulmana y moderna. Se hablaba de euroislamismo como feliz expresión.

No obstante, años antes, como casi todo turco de pro, Erdogan sufrió la trena como paso obligado en la vida del país. En concreto estuvo encarcelado (1998-1999) por hacer volar al viento en un mitin unos versos de Ziya Gökalp que hablaban, entre otros patrióticos ardores, de minaretes afilados como bayonetas... El aparato estatal lo acusó de atentar contra las esencias del laicismo constitucional.

Portada de 'La democracia es un tranvía'. Portada de 'La democracia es un tranvía'.

Portada de 'La democracia es un tranvía'. / D. S.

Aunque democráticamente votado una y otra vez, la deriva caudillista de Erdogan es harto conocida. Todo lo que va, grosso modo, de las revueltas del parque Gezi (2013) a la operación contra el estado profundo (trama Ergenekon), la fallida asonada militar de 2016 (y las purgas resultantes), así como la lucha visceral contra el siniestro pero novelesco clérigo Fethullah Gülen (el Gobierno sigue acusándolo de haber instigado el golpe).

Con su bigote ralo, su chaqueta a cuadros y sus inarmónicas gafas de sol (a menudo su estampa da pie a la mofa en las redes), Erdogan provoca tanto odio como adhesiones inquebrantables. Cree ser el fruto puro, si no del pueblo turco, sí al menos de la mitad del pueblo, que lo considera uno de los suyos. Es el mismo pueblo humilde, constante, hecho a sí mismo, que ha ido ocupando los espacios de poder económico y político en las últimas décadas. De ahí los llamados tigres anatolios, llegados como nueva ola de la conservadora Anatolia central (caso de la ciudad de Kayseri).

Entre el medro y el esfuerzo, la clase sobrevenida, inspirada por un calvinismo emprendedor a la musulmana, ha desplazado de ciertas poltronas a la odiada y displicente clase kemalista. Los oprimidos y los ninguneados siempre hablaron de la casta de los turcos blancos. La académica Banu Eligür lo explica mejor diciendo que la interpretación que el kemalismo ha hecho del laicismo ha llegado a tergiversar el verdadero fundamento de toda sociedad laica.

Guste o no a este lado de Europa, la bisectriz que hoy divide socialmente a Turquía no es sólo culpa del hombre del bigote ralo.

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