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Cultura

Crónicas desde la Gran Vida

  • Contra publica una selección de las aventuras de George Plimpton, probablemente el más 'dandy' de los exponentes del Nuevo Periodismo.

EL HOMBRE QUE ESTUVO ALLÍ. George Plimpton. Trad. Gonzalo Cerecedo. Contra. Barcelona, 2015. 296 páginas. 19,90 euros.

Cualquier chiquillo fantasioso ha experimentado en sus años más tempranos esos momentos de inocente plenitud en los que la mera fuerza de un anhelo parece capaz por sí misma de lograr cualquier propósito. Tanto le ocurría esto a George Plimpton cuando era pequeño, que su habitual asistencia de la mano de sus padres a los conciertos en el Carnegie Hall terminó por alumbrar en su mente una fantasía recurrente: "Imaginaba -escribe- que había compuesto la música que estábamos a punto de escuchar, todos ahí presentes para el estreno mundial, y el director bajaría la batuta y los acordes de mi obra, titulada Quinta Sinfonía de Beethoven, compuesta un mes antes, llenarían la sala".

Con el tiempo, la curiosidad del joven Plimpton hacia las "personas dotadas de asombrosas capacidades que las situaban en la cima de sus profesiones" se fue decantando especialmente hacia las estrellas del deporte. El mundo entero, empezando por la calle y el bloque donde usted vive, está lleno de sublimes delanteros centros de sus equipos del alma que por algún inexplicable desvío en su justo y lógico camino hacia la gloria han acabado viendo los partidos de fútbol tirados en el sofá, despeinados, con una camiseta que ha perdido ya el color de tantos lavados, en una web con el servidor en algún país improbable y las imágenes con un nivel de pixelado digno de una oscura venganza. Plimpton, que fue un señor que se lo montó espectacularmente bien, tampoco lo logró, no pudo llegar a ser la estrella del béisbol que durante muchos años consideró como "lo máximo a lo que uno podía aspirar", pero fue capaz primero de encontrar un camino de en medio e inmediatamente después de proceder a transitarlo con un aire de despreocupación y savoir faire hereditario y mundano que sólo acertamos a calificar como aristocrático.

A su invento Plimpton lo llamó "periodismo participativo". El cual consistía en una dinámica tan sencilla de imaginar como improbable de llevar a la práctica: el escritor se integraba durante unas semanas en equipos profesionales, participaba en los entrenamientos como un miembro más de la plantilla y finalmente jugaba con ellos algún torneo de pretemporada o pequeñas y supuestamente simpáticas exhibiciones previas a los partidos oficiales. La idea era, naturalmente, transmitir desde dentro el alto voltaje emocional y la en el fondo inimaginable exigencia mental de la alta competición. Como "profesional amateur", el escritor hizo de lanzador contra un combinado de jugadores de las Grandes Ligas de béisbol, de quarterback de los Detroit Lions en la liga de fútbol americano e incluso boxeó tres asaltos con Archie Moore hasta acabar sangrando y a lágrima viva pese a la indulgencia con la que sin duda actuó el ex campeón del mundo de los pesos semipesados.

El hombre que estuvo allí recoge estas y otras aventuras relacionadas con el deporte y alrededores (la competición de lanzamiento de herraduras contra George Bush padre cuando era el inquilino de la Casa Blanca), y a la postre los mejores momentos no tienen en realidad nada que ver con la presunta épica del asunto, sino, digámoslo así, con las ráfagas de comedia involuntaria. Más que nadie en aquellos instantes, los espectadores que asistían recostados en las gradas a las torpes y conmovedoras maniobras de aquel hombrecillo alto y flaco con una mueca entre la burla, el escepticismo y la compasión dibujándose en sus rostros, pudieron comprender, si no se habían parado todavía a pensarlo, que comedia es alguien que lo pasa mal y no eres tú. Porque sí, como dijo Hemingway, tan sólo uno de los muchísimos amigos célebres y laureados del bon vivant que fue Plimpton, lo que en la teoría éste esperaba que fuera un emocionante viaje al centro de sus fantasías de infancia y de aficionado a los deportes rompió, en la práctica, en una sucesión de "calvarios autoimpuestos".

Además de estas piezas deportivas, el libro recoge algunas otras más libres y caprichosas, de carácter autobiográfico o en torno a la literatura, y material desde luego había, dado que Plimpton fue cofundador de la mítica revista The Paris Review, miembro de la Sección Dandy de la tumultuosa pandilla del Nuevo Periodismo de los años 60, presencia habitual tanto en las cenas de la alta sociedad neoyorquina como en los bares más cutres pero guays de los círculos intelectuales de aquella ciudad y, como para ahorrarse algún fugaz tiempo muerto que condujera a algo tan vulgar como el aburrimiento, actor ocasional (pueden encontrarlo en Río Lobo de Hawks, La hoguera de las vanidades de Brian de Palma, Nixon de Oliver Stone o El indomable Will Hunting de Gus van Sant).

En este otro registro, fuera de los recintos deportivos, el libro recoge, entre otros textos, una hermosa y vívida estampa del presidente Kennedy en la intimidad, jugando con sus hijos en la playa un domingo cualquiera, un retrato de Mohamed Ali en los días previos al celebérrimo combate contra George Foreman en el Congo (entonces Zaire), que cubrió para la revista Sports Illustrated, y otros dos de Norman Mailer y Hunter S. Thompson en aquellos mismos días, mientras los dos iban por los hoteles africanos mirándose de reojo y disputándose la corona de Gran Macho de la Crónica Literaria de su Época, otra semblanza del actor Warren Beatty en el apogeo de su fama, o una nueva "participación", esta vez con la Filarmónica de Nueva York, dirigido por Leonard Bernstein no en ensayos sino en conciertos de verdad, a cargo del triángulo en la Cuarta Sinfonía de Mahler y del gong en la Segunda o La pequeña rusa de Tchaikovksi.

Acabado el libro, nos asalta un cierto regusto anécdotico, pero desde luego también queda meridianamente claro, por su escritura gustosa, que Plimpton se lo pasó en grande escribiendo; y viviendo, a secas, no parece que el placer fuera mucho menor.

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