Canto yo y la montaña baila | Crítica

Canta Irene Solà y yo bailo lo que ella quiera

  • Irene Solà firma una deslumbrante novela que recoge, con el aire de atemporalidad de los cuentos, los mitos y leyendas del Pirineo catalán

La escritora catalana Irene Solà (Malla, 1990).

La escritora catalana Irene Solà (Malla, 1990). / Óscar Holloway / Anagrama

Qué cosas. Cuando, de pequeña, supe de la muerte accidental del hermano menor de nuestro rey emérito –esto es, del infante Alfonso–, me costaba asumir que aquello hubiera sucedido y aun así nadie lo mencionase a menudo, que no se escribiera demasiado sobre eso; y digo más: que, después de todo, Juan Carlos llegase a ser Juan Carlos I. Todo ese asunto del tiro, esos dos chicos solos en una habitación –14 uno, 18 el otro–, el misterio para siempre.

Pero, más allá de teorías y conspiraciones, lo indescifrable para mí era que la vida siguiera; que, a pesar del trauma, a él le coronaran, la foto de familia, la corrupción, todas esas cosas que vinieron más tarde. ¿Cómo se repone uno tras semejante fatalidad? Hasta ahora yo recurría a Gil de Biedma y pensaba que, bueno, "la vida nos sujeta porque precisamente no es como la esperábamos", pero me he topado con la historia de otro tiro fallido, otro "pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte, y también casualidad" (Roland Barthes): el de Jaume a Hilari en Canto yo y la montaña baila, la novela de Irene Solà (1990) galardonada con el Premi Llibres Anagrama de Novel·la, cuya edición en castellano está desde junio en librerías (con traducción de Concha Cardeñoso, a la que tengo que dar las gracias; si la léeis lo entenderéis).

Solà demuestra en su tercer libro (primero fue Bèstia, Premi de Poesia Amadeu Oller; después Els dics, Premio Documenta) que en la naturaleza conviven vida y muerte y que, frente a lo que el fatigado urbanita pueda creer, en pocos lares hay tanta violencia, aunque también ella ofrezca la posibilidad de redención. Sabe de lo que habla: procede de Malla, un pueblo catalán que no llega a los 300 habitantes, aunque ha residido en Barcelona, Reikiavik o Londres.

Canta Irene y la montaña habla en esta novela: "Que después volverá a golpear la violencia ciega, que es mucho más vieja que yo, mucho más infinita que yo, mucho menos misericordiosa que yo". Ciega y caprichosa como las nubes con "el vientre negro, cargado de agua oscura y fría" a las que no les queda más remedio que orinar a su manera: disparando un rayo que cae –en algún bosque entre los pirenaicos Camprodon y Prats de Molló– sobre Domènec, el campesino poeta marido de Sió.

Así empieza esta historia en la que todos hablan: las nubes, las setas, los osos, los perros, las montañas, los fantasmas, los corzos y, claro, las personas, pero a eso estamos más acostumbrados. También lo hacen las brujas y las mujeres de agua: seres más o menos reales que siempre han sido narrados –y torturados, y matados– por hombres. "Todas las historias son mentira (...) Las que dicen que somos malas. Mentira. Las que dicen que somos buenas y bonitas (...) Las que dicen que somos un misterio misterioso, mentira. Mentirosos son la mayoría de los hombres. Los hombres que se inventan cuentos y los que los cuentan. Los que nos recortan y nos comprimen y nos embuten dentro de las palabras para que seamos como la historia que quieren contar, con la moralidad que quieren contar".

Portada de la novela. Portada de la novela.

Portada de la novela. / D. S.

Cantan y bailan a lo largo de 18 capítulos en una historia que abarca desde la Guerra Civil hasta la actualidad –protagonizada por la familia de Sió y Domènec, vecinos y forasteros– sin un necesario orden cronológico. Ningún narrador repite (insisto: son 18) y, sin embargo, cuando el lector llega al final –relatado por Mia, hermana de Hilari y novia, tiempo atrás, de Jaume– siente que la conoce perfectamente.

Esta es la proeza de Irene Solà: llevarnos casi levitando, enredándonos en cada oración. Y no es cosa de escritura automática, aunque su faceta poética y artística (viene de Bellas Artes) ilumine el verbo a base de deliciosos fogonazos: bajo este texto hay todo un proceso de investigación que lo convierte en obra. Por un lado, lingüística: nadie habla igual, ni la perra Lluna como la bruja –que en el texto original usa un catalán más arcaico– o como Palomita, personaje inspirado en una niña coja por el bombardeo de Monzón (Huesca). Y mucho menos como el foráneo que visita el pueblo en busca de la postal soñada justo el día del entierro de Hilari.

Desaparece aquí el lirismo que acompaña siempre a Solà; la narración deviene en algo más mediocre (pero genial al mismo tiempo) y eso permea también al personaje: sus apreciaciones son, de tan simplonas, cómicas; construidas a base de perogrulladas y delirios ("son increíbles los pueblos, con esta tranquilidad, esta parsimonia con la que se toman el trabajo, la vida"; "necesito subir a la montaña al menos una vez al mes"). "No me extraña que la gente de aquí arriba sea más buena, más auténtica, más humana, si respira este aire todos los días", rumia al llegar. Pero lo que se encuentra son silencios, tiendas cerradas, caras serias, incluso desprecio. "Vamos al entierro", le anuncian unas señoras antes de darse de bruces con el cortejo fúnebre. "Es tan bonito que se me pasa el enfado. Qué pintoresco", concluye él.

La labor de investigación de Solà nos recuerda el trabajo que hay detrás de lo escrito (y tanto ha llamado la atención que ya han sido varios los que le han preguntado por el proceso; al respecto podéis buscar un artículo que la autora ha escrito en la web del CCBLAB). Las brujas y sus persecuciones, las mujeres de agua, los accidentes de caza, la reacción de los animales antes y después de una tormenta, las leyendas, el territorio, las lluvias de animales, las historias de la Guerra.

Una novela edificada a capas y –aunque prácticamente carente de signos de modernidad y con la atemporalidad propia de los cuentos– situada en el presente desde una contemporaneidad absoluta: Solà ha demostrado que no hace falta para ello hablar de redes sociales o practicar la autoficción; muy al contrario, su mirada es plural y para contarlo todo ha debido escuchar, alejándose de la gerontofobia cultural y la "dictadura de la juventud" (Ingrid Guardiola) establecida. No debemos darnos tanta importancia: cualquier día nos parte un rayo, pero al siguiente las flores van a seguir creciendo.

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