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Síndrome expresivo 30

El trastorno expresivo de la citafilia: Una cita con la Historia

El genial Groucho Marx El genial Groucho Marx

El genial Groucho Marx

Mi voz clama en el desierto ante las carencias estructurales de nuestro sistema educativo: las rudimentarias habilidades de expresión oral exhibidas sin complejos por los oprimidos estudiantes españoles y la ausencia de evaluaciones objetivas de esta competencia en las pruebas de acceso a la universidad. ¿Cómo es posible que ya avanzado el siglo XXI nuestros jóvenes no deban demostrar una aceptable competencia comunicativa oral en su lengua materna ni en la primera lengua extranjera? Quizá sea mejor no escucharlos en la tribuna pública, después de leer sus escritos tan bien estructurados y sin faltas de ortografía.

Pero hoy no vengo a amargar la lectura de mis fieles seguidores con mis quejas sin fundamento sobre el aprendizaje de los principios de la oratoria. Ser optimista es una exigencia para los profesores. Por lo tanto, mis palabras siempre estarán guiadas por la fe en el futuro de las nuevas generaciones y en el presente de unos adultos amantes del buen uso de la lengua de Cervantes. ¿Sabéis por qué estoy exultante, juvenil y alborozado mientras le doy a la tecla? Evidente: ¡las vacaciones de verano están a la vuelta de la esquina! No, escéptico lector. Estoy radiante, porque en breves días disfrutaré con los dinámicos y originales discursos de graduación de alumnos y padres. Caviar sonoro para mis torpes oídos.

Winston Churchill Winston Churchill

Winston Churchill

Confieso sin tapujos mi debilidad por la emotividad de las alocuciones y, sobre todo, por las citas de autoridad diseminadas en los discursos desde la tribuna pública. Padezco de citafilia, un trastorno expresivo crónico de difícil tratamiento para un profesor de Lengua y Literatura. Me tomaréis por un demente, pero esta inclinación afectiva por la alusión culta y moral me lleva a infiltrarme en graduaciones escolares, homenajes de jubilación y celebraciones familiares de todo tipo y condición. La perorata como metadona para los adictos a las citas de autoridad. Necesito que me recuerden el ingenio de Wilde, la comicidad de Groucho Marx, la épica de Churchill, la utopía de Cervantes, la crudeza de Pérez-Reverte, la ética de El principito, la fuerza de Luther King, el amor al prójimo de Gandhi, la mente prodigiosa de Steve Jobs, los sueños de Obama. 

Steve Jobs Steve Jobs

Steve Jobs

"Que la cita te acompañe", suelo recomendar a mis sufridos alumnos. Claro está que el efecto es nulo. Tal vez un imperceptible movimiento en la ceja izquierda, pero poco más. Por este motivo, a veces recurro a estrategias de persuasión y añado en la estructura del discurso algún nombre célebre, reconocido de inmediato por mis jóvenes pupilos: "Como dijo Sócrates, Platón o Aristóteles (cualquiera vale para dignificar la reflexión), que la cita te acompañe". Un nombre clásico basta para que el auditorio contenga la respiración, alce la mirada y quede obnubilado ante tanta sabiduría nunca antes conocida. Bueno, gracias a las continuas reformas educativas, son más efectivas las referencias a Bon Esponja, AuronPlay o Mbappé.

¿Se puede superar?

El trastorno expresivo de la citafilia viene de lejos en la historia de la cultura occidental. El prestigio de la alusión a una autoridad académica, militar o política siempre ha estado presente en las composiciones escritas y orales de pensadores, artistas y gobernantes. Quizá uno de los escritores canónicos de este tipo de obras de consulta sea Juan Ravisio Textor (1480-1524), un estudioso francés preocupado por ofrecer a sus seguidores un amplio abanico de tópicos y lugares comunes sobre los más diversos temas y disciplinas. Al fin y al cabo, una función fundamental de la retórica es embellecer los textos, por lo que se justifica la presencia de una pátina de frases y sentencias clásicas para alcanzar el ideal de lengua culta.

En otro plano, todos los emisores citamos a otros autores para reconocer la calidad de sus trabajos, la originalidad en el pensamiento o, simplemente, la valentía en la toma de decisiones. Además, el recurso a la cita de autoridad nos exime de las posibles consecuencias negativas de una afirmación mal aceptada por el público: “Si yo estoy de acuerdo con usted, pero es que el sinvergüenza de Kennedy embaucó al pueblo norteamericano con esta desdichada frase”. Como podrán imaginar, será la última vez que aludiré a JFK como fuente de autoridad y optaré por la sabiduría de Faemino y Cansado: “¡Qué va, qué va, qué va! ¡Yo leo a Kierkegaard!”.

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