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  • ¿Dónde queda el debate sobre el cambio climático tras el estallido de la pandemia? Paul Kingsnorth da la batalla por perdida al tiempo que desmonta los relatos antropocéntricos

El escritor y activista británico Paul Kingsnorth, autor de ‘Confesiones de un ecologista en rehabilitación’.

El escritor y activista británico Paul Kingsnorth, autor de ‘Confesiones de un ecologista en rehabilitación’. / M. G.

Uno de los efectos psicológicos del capitalismo global sobre los individuos es un vago, aunque omnipresente, sentimiento de desarraigo, de borrado de memoria, de disolución de los vínculos básicos que, de algún modo, instintivamente, permitían a las personas comprender su entorno, su tiempo y sus vidas. Las reacciones a este sentimiento son tan naturales como temibles: por un lado, los populismos ultranacionalistas -que satisfacen la necesidad de control con sus visiones reduccionistas y paranoides de la realidad- y, por otro, la negación y la consiguiente sustitución de la pérdida por futuros de diseño en los que nos obligamos a creer, con forzado optimismo, a pesar de saber, en lo más profundo de nosotros, que no pasan de ser simulacros, cuando no simples delirios.

A finales de 2019, el cambio climático era el protagonista de los principales medios de comunicación del mundo. Líderes como el francés Emmanuel Macron hablaban abiertamente de “declararle la guerra” y activistas como Greta Thunberg acudían a la sede de las Naciones Unidas para, en sus propias palabras, “meter miedo” a quienes tenían el poder de evitar el desastre. Pero las declaraciones de guerra se quedaban en pura retórica y, ante las palabras de la adolescente sueca, los dirigentes reaccionaban, más que con miedo, con condescendencia. El tema, como siempre, era demasiado difícil de abordar, puesto que implicaba, por un lado, replantearse el modelo económico imperante y, por otro, asumir restricciones, renunciar a ciertas comodidades, ciertas satisfacciones inmediatas firmemente asentadas en nuestro modo de vida porque nos consuelan y nos adormecen, como las drogas.

Después vino la pandemia, y la retórica de guerra -esta vez contra el coronavirus- se tradujo en medidas concretas que afectaron tanto a la economía como a nuestro modo de vida. A los gobiernos, los Estados, a pesar de su menguada autonomía, no les tembló el pulso a la hora de imponer medidas coercitivas, ni a la mayoría de nosotros nos costó demasiado aceptarlas, dado que se trataba de una cuestión de supervivencia.¿Por qué no hacer lo mismo entonces con el problema del cambio climático, puesto que se trata, también, de una cuestión de supervivencia: nacionalizar las industrias de combustibles fósiles para desactivarlas de inmediato, al mismo tiempo que, bajo un régimen de economía de guerra, se incrementa la producción mundial de paneles solares y otros recursos alternativos para forzar la transición energética de una vez -se pregunta Andreas Malm en su ensayo El murciélago y el capital, publicado hace poco por la editorial Errata Naturae en su estupenda colección Libros salvajes-? ¿Por qué no iban a estar dispuestos los ciudadanos a asumir ciertas renuncias -los viajes en avión, los automóviles individuales, la ingesta desmesurada de carne y de productos que, como el chocolate o el aceite de palma, son la causa de una deforestación causante, a su vez, de que los virus como el SARS-CoV-2 pasen de los animales salvajes a los seres humanos- sobre todo, sigue diciendo Malm, cuando esas renuncias no afectarían a la interacción social, no nos aislarían a los unos de los otros, no nos obligarían a vivir asustados?

La noción de lo sagrado parece hija del sentido común comparada con los nuevos gurús

Las dificultades son obvias: habría que desmantelar una de las industrias que más capital acumula -la de los combustibles fósiles- y la población mundial tendría que aceptar unas restricciones permanentes -no temporales, como las de ahora- puesto que vendrían dictadas por un cambio de modelo, no por un problema puntual. De modo que, aunque estemos condenados a vivir, más temprano que tarde, en una situación de emergencia crónica debido al calentamiento y sus consecuencias sanitarias, preferimos aferrarnos a fantasías tecnófilas como las que Bill Gates -esa nueva Casandra de la cultura pop- desgrana en su último libro, y cuyo objetivo, más que salvar el planeta, es salvar el mito del progreso y los presuntos derechos del ser humano sobre el resto de los seres vivos y la naturaleza.

El objetivo, tanto del activismo ecologista de Malm como del narcisismo tecnócrata de Gates, es el mismo: frenar en seco las emisiones de CO2. La terminología también es similar. La diferencia radica en su grado de realismo en cuanto a la imposibilidad de seguir manteniendo el actual statu quo. Pero la asunción del discurso capitalista, el de la sostenibilidad, por parte del ecologismo enmascara la verdadera tragedia que subyace en todo esto: el divorcio irreversible del ser humano y la naturaleza -la pérdida del vínculo más profundo de todos- y la aceptación de un mundo a imagen y semejanza nuestra, es decir, completamente domesticado, cosificado, yermo.

En otro libro magnífico que publicó también hace tiempo Errata Naturae, Confesiones de un ecologista en rehabilitación, su autor, Paul Kingsnorth, da por perdida la batalla contra el cambio climático y desmonta algunos de los relatos antropocéntricos que nos han traído hasta aquí, mitos orientados a erradicar la visión religiosa de la vida y la muerte, el temor reverencial y el arrobo ante lo que es más grande que nosotros y a lo que pertenecemos. Las religiones, apunta Kingsnorth, tenían muchas cosas malas, pero al menos le recordaban al hombre que no era un Dios.

Esa noción de lo sagrado, comparada con los desvaríos de los nuevos gurús -de un romanticismo insultante, por infantil- parece, a la luz de los acontecimientos presentes, hija del puro sentido común. Nunca podremos sobreponernos a esa pérdida. La mayoría de nosotros lo intuye, lo siente, bajo sus frustraciones, sus ansiedades, su nihilismo, porque seguimos siendo animales -es decir, tenemos alma- como el mundo que habitamos. Otra cosa es que no podamos, tal como escribió Eliot, soportar demasiada realidad, y miremos hacia otro lado, y bailemos y derrochemos mientras nos encaminamos al colapso -ese tópico-. Aceptemos, al menos -ya que de tópicos se trata- que lo hacemos no como los pasajeros del Titanic, sino más bien como aquellos alemanes de a pie, favorables al régimen nazi o adaptados a sus exigencias, que ignoraban o fingían ignorar -no importa- la existencia de las fábricas de muerte que operaban sin interrupción allí, junto a sus ciudades, al lado mismo de sus casas.

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