Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Los panes y los peces

Criaturitas de Dios

  • Frente al narcisismo que lleva a nuestra especie a despachar al resto en términos de ‘humanización’, Carl Safina revela que los animales son formas de vida infinitamente complejas

El ecólogo y etólogo Carl Safina.

El ecólogo y etólogo Carl Safina. / Tui de Roy

Los animales no tienen alma. O sí, pero es un alma sin rasgos, sin conciencia, sin individualidad. Una marca blanca de alma. No tienen inteligencia, ni cultivan valores como el altruismo. Son solo animales, criaturas nacidas para servir, para alimentar, para entretener, para aleccionar, para practicar terapias de buenos sentimientos. Formas de vida decorativas, productos aprovechables de la incontinencia de Dios que refrendan los privilegios de la especie humana con su sometimiento, su previsibilidad y su tendencia a la extinción masiva. Porque, según se rumorea (y no parece del todo increíble, máxime si tenemos en cuenta que vivimos en la era de la realidad a medida, a gusto del consumidor, entre terraplanistas, negacionistas y fundamentalistas de toda laya) nos encontramos en plena gran extinción, la sexta o séptima en lo que va de mundo. Empezó, por lo visto, hace unos diez mil años, con la revolución neolítica (ese giro brutal de los acontecimientos que asentó la cultura de la propiedad, las jerarquías y la explotación depredadora del medio y del prójimo), se aceleró con el auge del humanismo y el racionalismo en los siglos XVI y XVII (y de su consecuencia, el colonialismo) y se agudizó en el XIX con la revolución industrial. Según algunas opiniones que merecen ser tenidas más en cuenta que otras, a causa del cambio climático y de la inauguración oficial del antropoceno, es posible que se haya rebasado ya el punto de no retorno. La extinción masiva de los vertebrados sobre la faz de la Tierra, por tanto, se consumará. Y lo que llamamos mundo natural renacerá como parque temático. Ya lo es, casi. Un mundo cuyas fieras salvajes prácticamente solo existen en los libros para niños y en los restos de nuestra pertinaz nostalgia antropológica de cazadores recolectores. Lo es, aunque no nos enteremos, aunque tendamos a imaginar el colapso de las civilizaciones y de los ecosistemas como hechos súbitos, repentinos y de proporciones bíblicas, cuando lo cierto es que transcurren lentamente, durante siglos, milenios. Un tiempo considerable en términos humanos, pero un suspiro desde el punto de vista geológico.

Portada de 'Aprender a ser salvajes'. Portada de 'Aprender a ser salvajes'.

Portada de 'Aprender a ser salvajes'. / Galaxia Gutenberg

Qué extraña perturbación en nuestro bien cultivado autoengaño, en esa disonancia cognitiva nuestra sin la que no podríamos asesinar y exterminar cargados de razones y de autopropaganda, si alguien afirma y demuestra que los animales, algunos por lo menos, no solo tienen inteligencia, conciencia, individualidad, sino que poseen también cultura, idiomas, capacidad para responder y adaptarse durante su vida a nuevos desafíos ambientales y para sacrificarse por los suyos; es decir, que no son autómatas, reos de sus instintos. Y eso es justo lo que hace Carl Safina en su libro Aprender a ser salvajes, recién publicado por Galaxia Gutenberg y que viene a ser una continuación de su obra anterior, Mentes maravillosas, aparecida también hace unos años en la misma editorial. Safina, prestigioso ecólogo y etólogo, estudia las manifestaciones culturales de algunas especies de mamíferos superiores y de aves (como los cachalotes, las orcas, los elefantes o los papagayos) y sus observaciones y conclusiones son apabullantes: esos seres a los que, como mucho, les otorgamos la cualidad de sintientes, son formas de vida infinitamente complejas, capaces casi de mirar de tú a tú al ser humano y provocar en él una vergüenza innombrable, insoportable. Uno tiene la impresión de que deshumanizar a las otras criaturas, considerarlas inferiores, no era más que una argucia para poder masacrarlas y comercializarlas. Lo cual nos lleva a concluir (con consecuencias no menos perturbadoras para nosotros) que humanizarlas del todo, considerarlas algo más que simples seres sintientes, podría significar su salvación. Dicho de otra forma, que nuestro narcisismo sería, a la postre, la última oportunidad de unas criaturas a las que nunca les hicimos falta, salvo ahora que casi las hemos borrado del mapa de la vida, para sobreponerse y sobrevivir.

Safina sostiene que, al eliminar a las hembras más ancianas de ciertas especies, como los elefantes o las ballenas, se acaba también con depósitos de sabiduría, de cultura, y se condena a los otros miembros del clan o de la manada a una más que probable desaparición. Si de repente sobreviene una sequía, por ejemplo, y no hay ningún miembro en el grupo con la suficiente edad como para recordar lo que se debe hacer, dónde encontrar agua, cómo apañárselas, es probable que todos perezcan. De manera que no solo aniquilamos piezas, bichos sin nombre y sin personalidad, sino tradiciones y pueblos enteros. Más o menos lo mismo que hemos hecho siempre con aquellos de nosotros a quienes no nos convenía considerar del todo humanos. Y lo mismo que hemos hecho con la naturaleza en general, alterando y destrozando los ecosistemas por pura rapiña, por codicia disfrazada de ideales de autonomía y prosperidad.

El autor estudia las manifestaciones culturales de aves y mamíferos superiores

Si humanizásemos a las demás criaturas sin condescendencia, sin pretensiones morales ni sentimentales; si recordásemos que la única diferencia entre nosotros y ellas es la incompatibilidad de su existencia con nuestra forma de entender la vida; si aceptásemos que torturamos y asesinamos la mayor parte de las veces sin ningún sentido, que vivimos rodeados de una industria de muerte invisible, de factorías de procesado y destrucción de seres vivos en cadena; si cambiásemos de verdad nuestros relatos, nuestras ficciones de grupo (porque somos solo eso, ficciones, relatos, no destinos históricos inevitables) y pudiéramos pensar como especie, no como tribu, o como élite, en ciertos asuntos, aprenderíamos tal vez a ser salvajes de nuevo, dejaríamos de caminar pisando víctimas, cargaríamos quizá con nuestra pequeñez, con nuestra estupidez, con nuestra iniquidad, tan dignamente como se matan los demás animales entre sí. Aunque dejar de engañarse, de mirar para otro lado, sería ya bastante merecimiento, si estuviéramos en condiciones de aspirar a ello. Cosa que dudo.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios