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Javier Gomá | Filósofo y escritor

"Sin el sentido del humor, cualquier ideal deviene en totalitarismo"

  • El autor de la 'Tetralogía de la Ejemplaridad' firma la comedia 'El peligro de las buenas compañías', que dirige Juan Carlos Rubio y que llega al Teatro Cervantes el próximo 7 de mayo con Fernando Cayo, Carmen Conesa, Ernesto Arias y Miriam Montilla en el reparto

El filósofo y escritor Javier Gomá (Bilbao, 1965).

El filósofo y escritor Javier Gomá (Bilbao, 1965). / Dolores Iglesias / Fundación Juan March

Después de Inconsolable y de las dos piezas breves escritas para el Teatro Urgente que vio la luz en plena pandemia con Ernesto Caballero, Javier Gomá (Bilbao, 1965) ha consolidado definitivamente su idilio con la escena como espacio de creación con la comedia El peligro de las buenas compañías, publicada en 2019 y estrenada el pasado marzo en el Teatro Reina Victoria de Madrid bajo la dirección de Juan Carlos Rubio. Tras el exitoso ciclo madrileño de funciones, la obra, en la que el autor afina y concreta los argumentos desarrollados en su reconocida Tetralogía de la Ejemplaridad, llega al Teatro Cervantes de Málaga el próximo 7 de mayo con Fernando Cayo, Carmen Conesa, Ernesto Arias y Miriam Montilla en el reparto. 

-Para cualquier dramaturgo que se estrena en la comedia, el pellizco previo ante la posibilidad de que el público se ría o no es inevitable. ¿Cómo lo llevó usted?

-Lo diré con la mayor claridad: la reacción del público en el teatro es el manjar más exquisito que he probado en mi vida. Sin ninguna duda. Escribir ensayos es un trabajo solitario. Es una tarea intervenida, primero, por el ordenador, y después por el editor, el distribuidor y el librero antes de llegar al lector. De esta manera, entre el amor que puede suscitar en ti el desempeño de la escritura y el amor con el que puede recibirlo un lector, siempre a título individual, hay varios intermediarios. Pero ver la felicidad con la que el público disfruta la comedia en el teatro no tiene parangón. No sabría con qué compararlo sin resultar demasiado lujurioso. Después, cada mensaje que me llega de espectadores agradecidos, cada llamada, cada recomendación en las redes amplía ese placer a diario. Estrenamos El peligro de las buenas compañías en un momento difícil, con la pandemia todavía álgida, los conflictos energéticos y la guerra en Ucrania. No era el mejor contexto para proponer una comedia. Y, sin embargo, el público se ha divertido siempre y ha mostrado su gratitud. 

-¿El entendimiento con Juan Carlos Rubio fue inmediato, o hubo que trabajárselo?

-El director y los actores han mejorado mi obra desde el principio. No me gusta que parezca que hago una propaganda entusiasta, pero es que es así. En uno de los primeros ensayos le dije a todo el equipo: "Me habéis arrebatado el papel de escritor incomprendido". Fíjate, en la primera sesión del trabajo de mesa que hicimos de la obra, la lectura llegó a los ciento veinte minutos y Juan Carlos Rubio dejó claro que había que lograr que la función no durara más de noventa. Así que empezamos a recortar el texto bajo sus indicaciones, él me hacía ver que había elementos que en el texto podían funcionar pero que en la representación podían resultar reiterativos, y lo cierto es que lo mejoró hasta llegar a esos noventa minutos. Rubio me advirtió de que en el mundo del arte abunda la gente susceptible y el ego, pero supongo que en este caso nos hemos encontrado dos personas que han sabido domesticar sus egos.

-Esa apreciación me recuerda a Albert Camus, cuando contaba que había aprendido el verdadero sentido de la fraternidad en el fútbol y en el teatro: en las dos disciplinas tienes que prestar toda la atención a lo que hace el otro. 

-Así es, desde luego. El trabajo de los actores, por ejemplo, se sostiene en esa afirmación, en una generosidad constante a la hora de reaccionar a la aportación del compañero. Fernando Cayo y Carmen Conesa cantan muy bien, así que Juan Carlos Rubio decidió aprovecharlo y encargó unas canciones para la obra al compositor Julio Awad. Y la respuesta por parte de los actores fue una entrega sin reservas. Una lección de compromiso.

-¿Viene El peligro de las buenas compañías a concretar y afilar su Tetralogía la Ejemplaridad, o la inspiración llegó en realidad desde otra parte?

-No, hay una relación directa. En casi todo lo que he escrito sobre el tema hay una mirada a la ejemplaridad, digamos, desde el lado bueno. Mi intención ha sido brindar una invitación a la virtud, pero no desde la lógica: la mía ha querido ser una invitación persuasiva. Pero a veces también he abordado en mis libros la ejemplaridad conflictiva. Quienes ostentan la virtud a menudo terminan convertidos en objetos de juicio, en verdaderos reos, ya que quienes viven a su alrededor se sienten interpelados y coartados: si tienes a tu lado un modelo de virtud, ¿por qué no lo imitas? Hay ahí una acusación incómoda, con lo que esos modelos, cuando se da el conflicto, generan odio a su alrededor. De ahí que en ocasiones la ejemplaridad muera crucificada o recurra al suicidio, como en el caso de Sócrates. Ahora bien, en este conflicto, en el modo en que la ejemplaridad es sojuzgada cuando alguien se siente interpelado por la virtud, no deja de darse una situación cómica, y ése es el punto de vista que he querido desarrollar en la comedia. En el ideal de ejemplaridad, el sentido del humor tiene una importancia capital. Más aún, hoy día sólo podemos aproximarnos a cualquier ideal desde el sentido del humor, porque sin esta premisa el ideal se convertirá en totalitarismo, sin remedio. Tampoco hay que olvidar que la evolución del sentido del humor va aparejada a la del progreso moral. Antes se contaban chistes de enanos, por ejemplo, y todo el mundo se reía, pero el progreso moral nos lleva a ponernos en el lugar del otro, así que los chistes de enanos ya no hacen gracia. Eso sí, hay una manera infalible de reírse sin tasa, y es reírte de ti mismo. Y por eso la comedia es un invento tan sofisticado. En El peligro de las buenas compañías tenemos a un filósofo que ha escrito mil quinientas páginas sobre la ejemplaridad y que se exhibe ante el público a reírse de sí mismo. De eso se trata.

"En esta obra, un filósofo que ha escrito mil quinientas páginas sobre la ejemplaridad se planta ante el público a reírse de sí mismo"

-¿Aspira usted a que, además de pasarlo bien, el público vuelva a su casa tras la función rumiando sobre lo que ha visto? Es decir, ¿es usted tan filósofo cuando escribe teatro como cuando escribe sus ensayos?

-Los ilustrados del siglo XVIII definían el teatro como una escuela de costumbres. Pero lo cierto es que el teatro se sustenta en una experiencia muy distinta de la que aporta la lectura de un ensayo. El ensayo filosófico se dirige a una inteligencia lectora y se sustenta en la claridad del concepto. Pero el teatro no apela a la clarificación de un concepto, sino a una experiencia trascendental. Se convierte en un objeto simbólico en el sentido de que trasciende la anécdota, pero no transmite conceptos ni ideas. Lo mejor de mi comedia es que parte de un edificio conceptual que en ningún momento se expone en el escenario. De ninguna forma pretendo que el público haga una tesis sobre la ejemplaridad. Lo que yo quiero es que el público se ría, porque la risa es verdad siempre, una auténtica puesta a prueba de lo vivencial.

-El conflicto estalla en su obra de la mano de dos matrimonios y de una figura clave en el imaginario español, el cuñado, máximo exponente del dechado de virtudes al que se le coge tirria sin remedio. ¿En qué medida responde la comedia al arquetipo? 

-No, en este caso nos distanciamos por completo del arquetipo. Desde el principio era muy importante, por ejemplo, que el personaje del cuñado fuera muy guapo. Cuando escribí la obra yo pensaba de hecho en cierto aire de galán de Hollywood. No podía ser nadie pesado ni cargante, sino alguien que pareciese, en esencia, un buen tipo. Fue una suerte contar en ese sentido con Ernesto Arias para interpretar este papel, porque, con su formación en el teatro clásico, ha sabido además darle una pátina de autoridad. Necesitábamos a alguien así para sacar de sus casillas al personaje de Tristán, al que interpreta Fernando Cayo. Con otro actor más cercano al arquetipo español del cuñado habría sido más difícil.  

-Fernando Cayo ya interpretó su monólogo Inconsolable, ¿ha encontrado en él a su mejor aliado para la escena?

-Desde luego. Fernando vive su oficio con el mayor compromiso. Siempre está lleno de energía, graba vídeos después de cada función al salir del teatro, no para de contagiar su entusiasmo. Se identifica al máximo con cada proyecto, mucho más allá de lo que corresponde a su categoría de intérprete. Es un lujo verlo implicado así en mis obras.

-Después de haber escrito sobre la ejemplaridad, ¿queda lugar para el optimismo a tenor de cómo se resuelve el contexto histórico y político al respecto?

-Soy optimista en lo que tiene que ver con el ideal y realista, o tal vez pesimista, en lo relativo a la realidad, que no es lo mismo. El malestar no es una contradicción del ideal, sino una ratificación. Lo malo sería la indiferencia, encogerse de hombros, porque entonces el ideal sí que dejaría de existir. Que determinados comportamientos nos escandalicen demuestra que el ideal está vivo. Lo que falta ahora es aplicarlo a la realidad.

Fernando Cayo, Carmen Conesa y Ernesto Arias, en 'El peligro de las buenas compañías'. Fernando Cayo, Carmen Conesa y Ernesto Arias, en 'El peligro de las buenas compañías'.

Fernando Cayo, Carmen Conesa y Ernesto Arias, en 'El peligro de las buenas compañías'. / FOCUS

-En cuanto a esa aplicación, ¿qué opinión tiene de la última polémica en torno al peso específico de la filosofía en el curriculum educativo? 

-En esta cuestión tengo sensaciones encontradas. De entrada, profeso un sentimiento de veneración casi religiosa hacia los profesores, por el modo en que desempeñan su función desde una posición a menudo modesta y oscura, sin prestigio, muchas veces sin recursos, asumiendo tareas que de entrada parecen imposibles. Siempre defenderé que se reconozca su trabajo con el mayor respeto. Ahora bien, dicho esto, tengo la impresión de que la importancia de la educación reglada es sólo media. ¿Qué importancia tuvieron para mí los años invertidos en estudiar y memorizar cosas que en muchos casos fueron auténticas chorradas? Para mí fue importante aprender las reglas para redactar correctamente y, si soy honesto, poco más. Pero es que en la escuela lo importante no es transmitir conocimiento, sino el amor al conocimiento, que es la verdadera filosofía. Que se encienda la llama del amor por la ciencia, el arte y la historia es mucho más importante que aprenderte medio folio de Platón o Aristóteles y soltarlo luego en un examen. No sé hasta qué punto podemos afirmar que una materia determinada va a ser fundamental para la formación de ciudadanos críticos. Lo importante es considerar que, además de ese amor por el conocimiento, la escuela es el sitio donde se puede dar el descubrimiento de la dignidad personal y de la dignidad del otro. Y entonces, con ese descubrimiento de la dignidad por una parte y el amor al conocimiento por otra, sí es razonable pensar que alguien irá después de clase a una biblioteca pública para mantener viva esa llama.

-Si le ha rendido el veneno del teatro, ¿podemos esperar otros proyectos por su parte?

-Hace unos meses publiqué un libro titulado Un hombre de 50 años que incluía Inconsolable, El peligro de las buenas compañías y una tragedia, Las lágrimas de Jerjes. Algunos lectores me han dicho que en esa tragedia está lo mejor que he escrito, así que es posible que en un plazo razonable me vea implicado en su montaje con vistas a un estreno, tal vez, en 2024, dados los plazos con los que se mueve el teatro. Mientras tanto, estoy escribiendo una novela de educación, que lleva por título Lo quiero todo y a la que traslado la idea esencial de la segunda entrega de La Tetralogía de la Ejemplaridad, Aquiles en el Gineceo. En esta novela cuento la historia de un tipo de 23 años que vive una adolescencia tardía y que se enfrenta al reto de convertirse en un ciudadano pleno, de desarrollar un comportamiento cívico. Hay algunas vivencias personales en juego, pero, más allá de eso, estoy disfrutando mucho el proceso. El ensayo tiene que ver con la claridad del concepto, el teatro se sostiene en el cuerpo y el gesto del actor como mecanismos naturales de la acción, pero en una novela puedes hacer lo que te dé la gana. Se trata de elegir bien entre infinitas posibilidades. Espero no equivocarme.  

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