Con la Venia

Herederos de Cádiz. Por Yolanda Vallejo

Pedro Montenegro Esteves nació en Cádiz en 1778. Por aquellos días, el teniente coronel Alfonso Jiménez andaba dándole vueltas a un plano de la ciudad firmado por Ignacio Sala treinta años antes, para darle forma a la maqueta que le había encargado Francesco Sabatini, y que, con mucho recelo, estaba tallando en el Baluarte de la Candelaria, de donde solo salía para darse un paseo al anochecer, y rectificar medidas al natural de los edificios más emblemáticos. Allí, con más de treinta ebanistas a su cargo, logró componer, en apenas dos años, una reproducción exacta de la ciudad de Cádiz a una escala de 1:250 fabricada en cedro, caoba, cerezo, ébano, marfil y hueso. Toda la ciudad, sus calles, plazas y monumentos en treinta y nueve rectángulos que representan lo que fuimos. Una ciudad que monopolizaba el comercio americano y en la que se hablaban –suena a tópico, pero dicen que es cierto-, prácticamente, todas las lenguas europeas. El pequeño Pedro Montenegro sabía distinguir el olor de las maderas; su padre, Francisco Montenegro era del gremio y estaba vinculado a la cofradía de carpinteros, ubicada en el convento de la Candelaria, donde compartía hermandad con muchos artistas genoveses llegados a Cádiz en el siglo que llamaron ilustrado. Los belenes napolitanos se habían puesto de moda y las pequeñas figurillas de vestir, articuladas, hacían las delicias de los niños gaditanos, habitantes de aquella maqueta a tamaño natural, que recorrían las mismas calles que, casi doscientos cincuenta años más tarde, podemos contemplar en el Museo Municipal y asombrarnos, todavía, con lo que esta ciudad tiene por contar. Ya lo sabe, nuestra maqueta es una caja de sorpresas que aún conserva en su interior el fruto bendito de su vientre para recordarnos que nosotros, los de ahora, no somos ni sombra de lo que fuimos. El joven Montenegro –que me enredo y no voy a lo que voy- comenzó a crear muñecos a los que él mismo llamó de formas distintas, «figuras», «móviles», «autómatas», «marionetas», hasta dar con el nombre exacto de las cosas -la inteligencia, ya sabe-, hasta crear a la Tía Norica, y a su nieto Batillo, dos extraños en el paraíso de un Nacimiento tan cómico que tenía su momento cumbre en el sainete de la abuela, a la que cogía el toro, le metía los cuernos por el escritorio y la postraba en una cama desde la que dictaba el más estrafalario de los testamentos. Ya era 1815, y todo lo que tenía que pasar había pasado por Cádiz; las gaditanas hartas de hacerse tirabuzones con las bombas de los fanfarrones, acudían cada tarde –desde la Inmaculada a la Candelaria- al teatro de la calle Compañía, como recoge el «Diario Mercantil» de 1824 donde se anuncia la representación «con varios pasos entre ellos el testamento de la tía Norica», que, visto lo visto, es la auténtica herencia que nos dejaron nuestros antepasados. Porque la Tía Norica es tan nuestra como las puestas de sol en la Caleta y tan de Cádiz como las tortillitas de camarones, aunque, afortunadamente, todavía no lo saben los de los apartamentos turísticos. Y digo, afortunadamente, porque me puede más el sentimiento de pertenencia a una aldea gala, -el celo de preservar nuestras cosas- que esa vocación de poner la ciudad al servicio del que venga de visita, que de pronto, nos ha entrado. Una vocación errónea, claro está, porque el turismo quiere encontrar aquí lo mismo que en cualquier otra ciudad del mundo, lo bueno, bonito y barato que se despacha con dos fotos en Instagram y una lista de lugares comunes que lleva por título «ya estuve allí». PUBLICIDAD*PVPR tras la aplicación de 30€ de descuento en IQOS ILUMA (incluyendo ediciones especiales) solo en iqos.com. IQOS no está exento de riesgo y con su uso se inhala nicotina que es adictiva. Dirigido únicamente a fumadores adultos.. Hazte con tu IQOS ILUMA YA. Inspired by . Y a pesar del desahogo, he de reconocer que, en el fondo, me encantaría que Cádiz se convirtiera en un atractivo turístico cultural, por su historia, por su patrimonio, por la literatura, por la música, por la pintura, por el teatro... que la gente no viniera preguntando solo por los bares y por la playa -que no está mal, desde luego- sino que fuésemos capaces de mirarlos a los ojos y decirle aquello de «usted no sabe con quién está hablando», porque no somos el patio del recreo, somos el aula magna, y hasta que nosotros mismos no nos le creamos, no vamos a ser capaces de contárselo al mundo. Por eso me encanta que el XL Festival Internacional del Títere Ciudad de Cádiz esté dedicado a la Tía Norica en el cuarenta aniversario de la «refundación» de la compañía de títeres gaditanos, que se estrenó, precisamente, en la primera edición del festival, en 1984 y que, desde entonces, no ha faltado a ninguna de sus citas, recuperando una tradición de más de doscientos años y una de las aportaciones más interesantes, a nivel mundial, en cuanto a la técnica y a la teatralización de marionetas. No seré yo quién le descubra nada porque para eso tenemos expertos en nuestra ciudad -y fuera de ella- que han estudiado en profundidad lo que, posiblemente, es una singularidad -otra más- de lo que Cádiz ha aportado al mundo de la cultura. La maqueta, las pinturas de Goya en la Santa Cueva, el oratorio de las siete palabras de Cristo en la cruz que compuso Haydn, la Inmaculada de Murillo en san Felipe Neri, el Greco del Hospitalito de Mujeres, los sarcófagos antropoides, el Ecce-Homo de la Roldana, los azulejos de Delft en Santa María, la biblioteca de Federico Joly Höhr, las torres miradores o la Tía Norica son algunos de nuestros tesoros, nuestro as guardado en la manga. Como le dijo el escribano a Batillo «qué buena herencia te deja tu madre abuela».