Crítica 'Una pastelería en Tokio'

El triunfo del amor y la paciencia

una pastelería en tokio. Drama, Japón-Francia-Alemania, 2015, 113 min. Dirección y guión: Naomi Kawase. Música: David Hadjadj. Intérpretes: Kirin Kiki, Miyoko Asada, Etsuko Ichihara y Miki Mizuno.

Suzaku reveló internacionalmente en 1997 a la hasta entonces documentalista Naomi Kawase. Muy personal documentalista, desde luego, ya que muchas veces funde documental y autobiografía. El valor de la imagen como documento de la vida cotidiana trasladado a la ficción, el cuidado en la construcción de los muchas veces desgarrados universos emocionales de los personajes y la delicadeza en el tratamiento de las atmósferas (a veces ciertamente duras: en las emociones la delicadeza no excluye la dureza) marcaron el progresivo crecimiento de esta personal y creativa directora. Sin abandonar el documental de autor fueron así naciendo las películas de ficción Hotaru (2000), Shara (2003), El bosque del luto (2007, tal vez su obra maestra), Hanesu (2011) o Aguas tranquilas (2014).

Todas, las más duras o las más elegíacas, están penetradas por un raro sentido de inmanencia trascendente que, aunque parezcan conceptos contradictorios, pueden ser armonizados por el budismo zen. Un crítico, refiriéndose al gran Ozu, dijo, recogiendo una frase del propio director, que el exagerado uso que los occidentales hacen de la palabra zen encubre su ignorancia de la cultura japonesa. Puede ser cierto. Pero en su juventud Ozu pidió a un monje que le pintara el carácter "mu", que significa el vacío en un sentido muy diferente al occidental. No es la nada sino el triunfo del espíritu sobre la materia y su fusión con el todo: "todo lo que es forma es vacío; todo lo que es vacío es forma". Lo cierto es que Ozu hizo que sobre su tumba se grabara este carácter. Si es exagerado reducir Ozu al zen, aunque le inspire, también lo es comparar a todos los directores japoneses que cultiven la parsimonia, el amoroso cuidado por la representación de las cosas, la sacralización de la vida cotidiana o la fusión con la naturaleza -caso de Kore-Eda o de Kawase- como herederos de Ozu. No lo haré. Pero lo cierto es que en la filmografía -sobre todo de ficción- de Naomi Kawase los contrarios de todo y nada, vida y extinción, espíritu y materia, perecedero y eterno, se armonizan como a los occidentales les es imposible hacerlo.

Una pastelería en Tokio tiene todas las virtudes de la obra de Kawase; a las que se añaden una suavidad y una ternura que ya podían intuirse en Aguas tranquilas, aquí trasladadas a lo más cotidiano y aparentemente insignificante. Amabilidad frente a la dureza de la vida, acompañamiento frente a la acechante soledad, complacencia en el trabajo aplicado y artesanal frente al vértigo consumista, artesanía frente a industrialización, donación frente a posesión, cariño frente a indiferencia: así se va tejiendo la historia del modesto pastelero, de la anciana que posee una receta muy especial y de la joven clienta. En un momento dado la película me recordó a Tiempos modernos, cuando la bailarina le dice a Chaplin que se ha intentado suicidar porque la vida no tiene sentido. "¡Claro que no lo tiene! -le responde Chaplin-, tiene que dárselo usted". Su correspondencia en Una pastelería en Tokio es esta otra frase: "Lo importante es dar sentido a las vidas de los demás".

Está rodada con delicadeza nunca cursi, sensibilidad nunca sensiblera, optimismo nunca empalagoso, un cuidado magistral para definir los personajes e insertarlos en un entorno contemplado con un arrollador y a la vez contenido amor hacia las cosas -flores, objetos, brisa, luz, mermeladas: "Escuchar las historias que cuentan las cosas", dice la anciana- y los seres. Aunque su amabilidad y atractivo para el gran público -o por lo menos el que no sale corriendo si no hay efectos especiales- la diferencia en parte de la obra anterior de Kawase, son muchos más los lazos que la unen a ella. Ojalá esta hermosa película sirva para divulgar la obra de Kawase.

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