Cine de verano

Los herederos

  • La amistad, la familia, la muerte, la memoria y el legado vital están en el epicentro de 'Finales de agosto, principios de septiembre' y 'Las horas del verano'.

La muerte es el catalizador narrativo de Finales de agosto, principios de septiembre (1998) y Las horas del verano (2008), dos de las más hermosas películas de Olivier Assayas, dos cintas hermanadas por un tono que equilibra lo crepuscular y lo vitalista, por el tema de la herencia (material, moral), por los complejos vínculos afectivos de la amistad y la familia, por la idea, en fin, instaurada en sus propios títulos, del verano, de su luz y su tiempo, como arcadia que preserva el espejismo de la memoria (de la felicidad) o dicta el final de una etapa para dar paso a la regeneración o el olvido.

En la década que separa estas dos películas corales, palpitantes, elípticas y novelescas, Assayas ha madurado una mirada que debe parecerse a la suya propia respecto a las cuestiones esenciales de la vida, depurando la urgencia, esa aceleración y desaceleración tan características de su cine, de aquellas primeras Désordre, Paris s'eveille e Irma Vep a Demonlover o Boarding gate, hacia un territorio y un tempo que, si bien mira hacia la memoria autobiográfica o la Historia, no lo hace con nostalgia o sobre esa desgastada idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

En Finales de agosto, principios de septiembre, la enfermedad de un amigo escritor (François Cluzet) es el epicentro de las relaciones, confesiones, roces y afectos cambiantes entre un grupo de personajes parisinos en la treintena: parejas rotas (Mathieu Amalric y la gran Jeanne Balibar) o en fase de construcción (Amalric y Virginie Ledoyen), tipos en busca de estabilidad emocional y profesional, adolescentes en el tránsito hacia la edad adulta. Los personajes de Assayas circulan, también a distintas velocidades, entre grandes huecos narrativos marca de la casa, buscando su espacio, un horizonte vital, enturbiado ahora por la inesperada visita de la muerte, ese gran tabú para una generación de éxito y rutinas burguesas.

Finales de agosto... construye un mundo que se parece mucho a éste entre fundidos a negro, extrayendo pequeños trozos de ficción de la observación de sus personajes, desenredando sutilmente una trama que revela, sin asomo de juicio moral, los vaivenes, las pequeñas traiciones y engaños, el amor que se resiste al paso del tiempo o el tiempo que desgasta irremediablemente la fuerza del amor.

Assayas sabe moverse con pasmosa fluidez en los espacios que habitan sus criaturas, sabe acompañarlos en los pequeños gestos con su estilo ágil y cortante, consigue conciliar el trazo y la textura documentales con un aliento novelesco abierto y cíclico, sin final ni conclusión, como pura transferencia y celebración de la vida, como en esa imagen final en la que la adolescente que interpreta Mia Hansen-Løve parece anunciar un nuevo romance después de la muerte de su amante, el viejo escritor. Un gesto que el tiempo se encargaría de convertir en algo cargado de simbolismo cuando esa misma joven, ahora cineasta, prolongara un mismo sendero, un mismo espíritu, con películas como Tout est pardonné, Le père de mes enfants y Un amour de jeunesse.

Las horas del verano también está contenida entre el tiempo de tránsito de la infancia a la adolescencia con el jardín de la casa familiar como testigo del cambio. Serena y lírica, llena de vida e ideas que se escapan por los márgenes, la película entronca también con una muy francesa tradición del cine familiar, para convocar a Proust y a Renoir en un espacio en el que se deslizan los vínculos primarios con el mundo, el anclaje espectral (como esa imagen de la madre, interpretada por la gran Judith Scob, envuelta en un premonitorio halo azul) desde el que hablar del pasado, la muerte, el duelo y la identidad en tiempos de desconcierto.

Un Assayas fluido, sutil, vigoroso y elíptico hace resonar su película con el cine de Arnaud Desplechin (Rois et reine, L'aimée, Un cuento de Navidad) para hablarnos de la herencia familiar que tienen que gestionar tres hermanos (Charles Berling, Juliette Binoche y Jérémie Renier) tras la muerte de la madre, una herencia que los convertirá en fin de raza cuando decidan vender al Museo d'Orsay el valioso legado artístico de la casa familiar, convertida en una suerte de museo de la memoria.

Las horas del verano destila una extraña forma de melancolía y convoca ese mismo desamparo tras la pérdida que anticipa una sensación de desarraigo aún por llegar. Se entiende así tal vez la hondura con la que nos toca un relato tras el que se puede palpar la necesidad de Assayas de hablar de sí mismo, desgajando las capas de la experiencia atravesada por el misterio de lo esencial, por ese fantasma herido de la identidad, que tendrá que volar definitivamente solo cuando ya no queden cuerpos, afectos, objetos ni espacios familiares a los que aferrarse.

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