Crítica 'El hijo del otro'

La fuerza de los sentimientos

El hijo del otro. Drama, conflicto árabe-israelí, Francia, 2012, 105 min. Dirección: Lorraine Levy. Guión: Noam Fitoussi, Nathalie Saugeon, Lorraine Lévy (Historia: Noam Fitoussi). Intérpretes: Emmanuelle Devos, Pascal Elbé, Jules Sitruk, Mehdi Dehbi, Areen Omari.

El dramático error de un intercambio de bebés recién nacidos produce siempre una reacción traumática en los padres y en los hijos cuando, años después, se descubre. Se ha querido como un hijo a quien no lo es. La cuestión afectiva choca con la biológica. No se puede dejar de querer, de un día para otro, a quien se ha querido creyéndolo un hijo. Y no se puede querer instantáneamente a un desconocido que resulta ser el verdadero hijo. En cuanto a los hijos, se enfrentan a una crisis de identidad devastadora. ¿Quiénes son? ¿Deben seguir siendo lo que creían ser? ¿Pueden elegir lo que deseen ser? Esta situación, irresistible como punto de partida para historias melodramáticas, se agrava si se le suma un conflicto entre pueblos enfrentados -la confusión se produce entre un bebé palestino y uno israelita- que añade a los humanos graves problemas políticos, culturales y religiosos.

De esto trata el segundo largometraje de la realizadora francesa Lorraine Lévy. El tema era peligroso porque estos componentes políticos, culturales y religiosos invitan al reduccionismo partidista, a la simplificación ideológica o directamente a la manipulación. Y había un peligro mayor: la exageración melodramática, ya fuera en un sentido áspero o lagrimeante. Afortunadamente para ella, y sobre todo para sus espectadores, supera los dos peligros.

El argumental y de planteamiento lo resuelve con un tono perfectamente equilibrado, sin maniqueísmos políticos en el tratamiento del intrincado problema político, sin ridiculizar o minimizar cuestiones religiosas de gran trascendencia en el judaísmo; como la pertenencia a él por línea materna: "ser judío no es una convicción sino un estado", le dice el rabino al atribulado joven de religión judía pero madre palestina. El sentimiento está tratado con delicadeza y servido por excepcionales interpretaciones, sobre todo de las actrices. Las lágrimas silenciosas de las madres palestina e israelita cuando intercambian las fotografías de los que hasta entonces creían sus hijos es un ejemplo de buenas maneras cinematográficas, sinceras y emotivas, que evitan la facilonería sentimentaloide.

Larraine Lévy imprime este mismo tono medido, respetuoso y seriamente emocional a su realización. Su mérito mayor es el juego de equilibrios entre el extremismo de la situación que enfrenta a israelíes y palestinos, profundizado por la radicalidad del conflicto racial y religioso además de político y militar, y el drama nuclear del desgarro entre el hijo erróneo al que se ha criado y se quiere, y el hijo correcto al que se desea con una tan irracional como comprensible fuerza biológica. Este juego de equilibrios sirve a Lévy para proponer su parábola ética: los sentimientos y el reconocimiento del otro son cosas más importantes que las circunstancias políticas o religiosas. Tan importantes que sin estos sentimientos y este reconocimiento toda solución política es provisional y frágil. Buen cine con buenas intenciones éticas, algo mal visto pero necesario.

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